Heme aquí, herido (parte 37)

Las semanas pasaban con la promesa suave de una primavera cada vez más cierta.

Y con ellas, los pasos de Tomás cruzaban el umbral del apartamento de Sofía al menos una vez por semana, aunque últimamente, esas visitas se habían hecho más frecuentes. Algunos días pasaba después del trabajo, con el delantal todavía doblado bajo el brazo. Otros, llegaba temprano con una bolsa cargada de contenedores de comida. Nunca llegaba con las manos vacías.

—Traje el kit de la semana —decía con una sonrisa.

Sofía, al principio, fingía fastidio.

—No soy una anciana inválida —repetía, cada vez con menos convicción.

—Ya lo sé. Eres una mujer ocupada escribiendo, y eso me basta —respondía Tomás mientras se dirigía directo a la cocina, como si el apartamento le perteneciera también un poco.

Ella lo seguía con la mirada. Antes solía beber para silenciar el día, ahora se servía una copa y la dejaba olvidada en el escritorio. Ya no necesitaba el vino. Lo tenía a él. Su presencia constante, su ternura sin condiciones, habían hecho más por ella que cualquier tratamiento. Él cocinaba mientras ella escribía. A veces en silencio. Otras veces con una canción suave de fondo. La ciudad afuera podía caerse a pedazos, pero adentro, el tiempo se deslizaba con una extraña y serena calidez.

Y lo más increíble de todo: escribía.

Escribía páginas, capítulos enteros, fragmentos rabiosos o suaves. Una historia sobre una mujer quebrada que se resistía a apagarse del todo, y que, poco a poco, comenzaba a volver a la vida. En esa historia, claro, había un muchacho de ojos cansados que cocinaba para ella y le besaba la frente como un ritual silencioso.

Sofía no le había contado que había enviado el manuscrito. No era por miedo a su juicio. Era por miedo a su reacción si ganaba.

Si no ganaba, no pasaba nada. Él nunca lo sabría. Pero si sí...

Sabía que Tomás sonreiría con ese gesto manso suyo, la abrazaría con fuerza y le diría que estaba orgulloso. Sabía que le diría “debes irte”.

Y ella...

Ella no quería irse.

O mejor dicho, quería hacerlo. Pero no quería dejar de verlo.

Y esa contradicción la acompañaba cada vez que él abría su comida, o le dejaba el plato sobre la mesa y se sentaba a su lado, en silencio, observando cómo sus dedos golpeaban el teclado. A veces la miraba sonriendo, y esa sonrisa era tan tranquila, tan limpia, que la hacía doler.

—¿Qué miras? —decía ella, sin levantar la vista de la pantalla.

—Miro que sigues en pie —respondía él, encogiéndose de hombros—. Es suficiente.

Ella no respondía. A veces, cuando él volvía a la cocina, escondía la cara entre sus manos. O cerraba los ojos por un segundo. Y se preguntaba cuánto más podría seguir fingiendo que todo seguiría así para siempre.

Una noche de jueves, después de que cenaron en silencio y Sofía se volvió a sumergir en su manuscrito, Tomás se recostó un momento en el sofá. Llevaba los ojos cerrados y el abrigo aún puesto. Ella lo observó unos segundos desde el pasillo, sin que él lo notara. Su pecho se contrajo. Quiso caminar hacia él, tocar su rostro, decirle algo, cualquier cosa.

Pero no lo hizo.

Regresó a su escritorio, encendió la lámpara, y escribió:

“Él era una estación tibia en medio del invierno. El tipo de refugio que uno no encuentra dos veces en la vida. Y yo… fui lo bastante cobarde para no preguntarle si quería quedarse.”

Cuando Tomás se fue esa noche, ella lo acompañó hasta la puerta. Él le tendió la mano, como siempre, y ella la tomó con ambas, levantándola hacia su frente.

—No vas a olvidarte, ¿cierto?

—Jamás —susurró Tomás, y esta vez su beso fue más largo, más lento. Cálido y quemante, como una despedida que aún no se decía en voz alta.

Ella no le dijo nada. Pero cuando cerró la puerta, se quedó allí apoyada, con la espalda contra la madera, mirando el techo, respirando hondo. No estaba lista para decirle adiós. Pero tal vez… muy pronto tendría que hacerlo.