Heme aquí, herido (parte 40)

Esa tarde, como si un lazo invisible los guiara en la misma dirección, Tomás caminaba en silencio por las calles todavía frías, con una bolsa de tela colgando de su brazo. Dentro, apenas unas cuantas verduras frescas, suficiente para una sopa ligera y una ensalada sencilla. Nada lujoso. Solo comida caliente. Algo de normalidad que pudiera aplacar el dolor.

Iba rumbo al departamento de Sofía cuando su teléfono vibró.

Un mensaje.

“¿Puedes venir?”

Solo eso. No había explicación, ni preámbulo.

Pero no lo necesitaba.

Ya iba en camino.

Cuando llegó, Sofía abrió la puerta con una sonrisa suave. No era una de esas sonrisas encantadoras ni juguetonas. Era frágil, apenas sostenida por el peso de una tristeza serena. Aun así, estaba ahí, como una forma de decir “gracias por venir” sin tener que pronunciar las palabras.

—Viniste.

—Iba en camino cuando escribiste —respondió él, con la voz baja, como si estuvieran dentro de una iglesia.

Sofía se apartó del marco de la puerta y le dejó paso.

—¿Trajiste algo?

—Solo un par de cosas —levantó la bolsa—. Pensé en sopa. Algo liviano.

Ella asintió. No dijo nada más. Pero esa aprobación silenciosa fue suficiente.

Tomás se movió por la cocina como si fuera suya, con la familiaridad de quien ya no necesita pedir permiso. Sacó las verduras, encendió el fuego, cortó en silencio. Sofía, por su parte, se quedó con una taza de té en las manos. Nada de vino esa noche. Nada que enturbiara su mente.

—¿Qué te pareció el funeral? —preguntó ella al fin, desde la mesa.

Tomás tardó un poco en responder.

—Más lleno de lo que habría esperado —se limitó a decir.

—Él no lo hubiera querido así.

—No —coincidió Tomás, removiendo la sopa—. Pero tampoco le habría molestado… si supiera cuánta gente lo recordaba con cariño.

Sofía bebió un sorbo de té. En sus ojos brillaba algo indefinible: pena, nostalgia, y una profunda gratitud.

—Fue bueno que estuvieras con él hasta el final.

Tomás no respondió. Solo bajó la mirada hacia la olla.

El resto de la conversación fluyó con una calma extraña. Hablaron de cosas pequeñas, de lo que Laura le había contado del restaurante, de cómo Daniela había comenzado a llevar sus propias meriendas a la escuela. Sofía compartió alguna anécdota de sus clases, algún alumno que había cometido una burrada gramatical, y Tomás rió como siempre, más por ella que por el chiste.

Pero todo tenía un tono suave, contenido. Como si una manta invisible cubriera sus palabras, y en el aire se sintiera la pérdida.

Cuando cayó la noche y la sopa humeante se había ido desvaneciendo de los platos, Sofía no lo dejó ir. No lo dijo en voz alta, pero su mano, que se posó sobre la de Tomás con fuerza, habló por ella. No la soltó.

Y Tomás entendió.

No hizo ninguna pregunta. No ofreció explicaciones. Solo se quedó a su lado, en silencio. Con los minutos, los silencios se hicieron más largos, pero también más cómodos. Más compartidos.

Pasada la medianoche, Sofía apoyó su cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos un momento. Estaba cansada.

Tomás se levantó con cuidado, la ayudó a ponerse de pie, y la acompañó hasta su habitación. Como tantas veces antes.

La cubrió con las frazadas, con la delicadeza con la que se cubre una herida aún abierta. Se inclinó hacia ella, y con el dorso de los dedos le acarició el rostro, apartando un mechón que caía sobre su frente.

Sofía no abrió los ojos. No quería hablar. Solo quería sentirlo ahí.

Y él, como siempre, entendió.

Se inclinó un poco más y besó su frente. No como una rutina. No como una costumbre.

Sino con una ternura que le quemaba en los labios, como si supiera que ese gesto, una y otra vez repetido, era la forma más íntima en que podía decirle “Estoy contigo”.

—Descansa —susurró, la voz quebrada de tanto contener.

Sofía no respondió, pero sus labios se curvaron levemente, apenas, como un suspiro.

Tomás se quedó de pie unos segundos más, mirándola. Cada parte de él quería sentarse a su lado, quedarse hasta que el sueño la cubriera por completo. Pero sabía que debía marcharse. Que si se quedaba, no sabría cómo irse después.

Se giró y caminó hacia la puerta. Pero antes de salir, ella, sin abrir los ojos, extendió la mano, como si recordara algo.

Tomás regresó.

Le tomó la mano.

Ella la sostuvo con firmeza. Entonces, como si ese fuera el verdadero ritual, señaló su frente.

No me olvides.

No te vayas sin eso.

Tomás se inclinó una vez más y besó su frente, pero esta vez dejó sus labios más tiempo.

Un instante eterno.

Un carbón ardiente.

Cuando por fin se separó, sus ojos brillaban, pero no dijo nada.

Salió del departamento con pasos suaves, como si sus pisadas pesaran más que nunca.

Sofía, aún bajo las frazadas, sintió el eco de sus pasos en el pasillo. Cada uno de ellos se le clavó en el pecho.

Y cuando todo quedó en silencio, murmuró al techo:

—Gracias por quedarte.

Y aunque él ya no la escuchaba, ella sabía que, de algún modo, él siempre lo hacía.