Las semanas comenzaron a amontonarse como si el tiempo, de pronto, se hubiera vuelto más espeso. Entre clases, libros, turnos interminables en el Big Root y visitas cada vez más íntimas al departamento de Sofía, Tomás había casi olvidado qué día era. Hasta que el correo llegó.
Estaba en plena clase, con los alumnos escribiendo un ensayo corto, cuando lo notó: una notificación en la parte superior de su teléfono, casi discreta, como si no tuviera la fuerza de cambiarlo todo.
“Editorial Élan — Resultado del Concurso Nacional de Narrativa Juvenil”
El corazón le dio un vuelco, tan fuerte que sintió el eco en las sienes. No lo abrió. Se limitó a mirar el encabezado una y otra vez, como si las palabras pudieran cambiar con solo desearlo. Tragó saliva, nervioso. Sabía que no podría concentrarse.
Cuando la clase terminó, salió con paso apurado en busca de Sofía. La encontró en la sala de profesores, sentada, corrigiendo pruebas con su taza de café al lado. Al cruzar miradas, ella arqueó una ceja, como adivinando algo en su expresión. Pero Tomás no se acercó. No quería incomodarla. No frente a los demás. Solo le envió un mensaje, breve:
“Llegó la respuesta del concurso.”
Minutos después, Sofía le respondió.
“Ven a casa después de clases. Lo leemos juntos.”
El resto del día fue un infierno.
Cada segundo transcurría con la lentitud de una eternidad. No podía dejar de pensar en la posibilidad del fracaso. En si el título, en si sus personajes, sus palabras… simplemente no habían sido suficientes. No porque buscara fama ni reconocimiento —aunque quizá, un poco sí— sino porque había puesto todo de sí mismo en ese libro. Era un pedazo de su alma encuadernado.
Esa historia no hablaba solo de estaciones. Hablaba de él. De sus heridas. De Sofía. De Soledad.
Apenas sonó el timbre de salida, caminó con paso rápido hacia el departamento de Sofía. Subió las escaleras como si huyera de algo, tocó la puerta, y ella lo recibió con una sonrisa tranquila, pero en su mirada había la misma ansiedad contenida.
No se dijeron nada.
Tomás le tendió el celular como si pesara una tonelada.
—No puedo leerlo —murmuró, la voz quebrada por los nervios—. Por favor, tú hazlo.
Sofía lo miró unos segundos. Luego tomó el teléfono con ambas manos, como si fuera una responsabilidad delicada.
Abrió el correo.
Sus ojos recorrieron las primeras líneas, y su rostro se tensó levemente. Tragó saliva.
—No estás en los tres primeros lugares —dijo con suavidad, con la mirada fija en la pantalla.
Tomás bajó la vista.
Sintió que el suelo cedía apenas un poco bajo sus pies.
Pero entonces, Sofía frunció el ceño, como si algo en el correo la sorprendiera.
—Espera…
Volvió a leer.
—Tomás… —su voz se quebró apenas—. Estás en la categoría especial.
Él levantó la mirada, confundido.
—¿Qué…?
Sofía lo miró fijamente.
—“Elección del Editor: Estaciones de Soledad, de Tomás Lambert.”
Tomás no entendió al principio. Sofía soltó el teléfono y le tomó las manos con fuerza.
—Ganaste, Tomás. Ganaste algo. ¡Te eligieron!
Él parpadeó, como si no pudiera comprenderlo del todo.
—¿Eso es… importante?
—Es muchísimo —afirmó ella, con una sonrisa cada vez más brillante—. ¿Sabes lo difícil que es que el editor elija un manuscrito por fuera del podio? Solo lo hacen cuando algo les toca profundamente, cuando no pueden dejarlo ir.
El alivio se abrió paso en su pecho como una ráfaga de viento cálido, y la risa brotó entre sus labios, mezcla de incredulidad y emoción. Sofía rió con él. Se abrazaron, con una fuerza que casi dolía, como si todo ese peso que había estado cargando por semanas, por meses, se derrumbara de pronto sobre sus hombros y solo pudiera sostenerse aferrado a ella.
Fue la primera vez que se abrazaron de verdad.
Y ninguno quiso soltar al otro.
Tomás escondió el rostro contra su cuello, y cuando se separó un poco, le acarició el rostro con una ternura que Sofía no esperaba.
—Gracias —susurró él—. Por todo.
Sofía no supo qué decir. Solo sintió cómo algo dentro de ella temblaba, como si una grieta invisible se abriera lentamente en su pecho. Él seguía tan cerca, sus dedos aún rozaban su mejilla, y sus ojos brillaban con una emoción demasiado pura como para ignorarla.
Se quedaron abrazados más de lo que debían. Más de lo prudente. Más de lo sano.
Pero ninguno lo mencionó.
Esa tarde, la tristeza que había quedado flotando por la muerte del profesor se diluyó apenas, como si esa pequeña victoria hubiese encendido una llama nueva. Una que traía un poco de luz a través de la niebla.
Habían estado juntos en muchos momentos duros.
Pero nunca tan cerca como ese día.
Y aunque Sofía lo sabía, aunque en su interior una alarma se encendía, advirtiéndole que esa cercanía podía romper algo que apenas había vuelto a nacer en ella… no se apartó.
No quiso.
Porque también ella necesitaba esa luz.
Aunque fuera por un momento.
Aunque después tuviera que pagar el precio.