El departamento estaba en silencio.
Solo el leve zumbido del refrigerador y el murmullo lejano de la ciudad entraban por la ventana entreabierta. Sofía se había quedado sentada en el sofá, con una manta sobre las piernas, la taza de té ya fría entre las manos, olvidada. Habían pasado horas desde que Tomás se había marchado, pero su presencia seguía ahí. Persistente. Cálida. Insoportablemente dulce.
Miró el rincón del sillón donde él se había sentado, donde aún quedaban arrugas en el cojín, como si el tiempo no quisiera borrar tan rápido las huellas de su cuerpo. Respiró hondo, cerrando los ojos por un instante.
Había ganado.
Tomás. Su alumno. Su amigo. Su acompañante silencioso durante los últimos meses de oscuridad. Ese muchacho de voz tranquila y mirada herida, que había aparecido en su vida sin permiso, sin aviso, y que poco a poco, sin quererlo, se había convertido en alguien indispensable.
Sonrió, porque se sentía orgullosa. Porque lo había visto crecer entre esas páginas, reconstruirse. Porque sabía que esa historia, la suya, era más que buena. Era honesta. Cruda. Viva. Tan viva como él.
Pero, en los últimos días, no era solo su escritura lo que rondaba su mente.
Eran sus ojos.
Esa manera de mirarla. Tan fija. Tan directa. Como si al posar los ojos en ella la envolviera por completo. Como si la viera realmente. Como si, con cada palabra no dicha, le gritara que se quedaría. Que estaba ahí, para ella.
Esa caricia torpe que le rozó la mejilla cuando se abrazaron tras la noticia. Tan breve. Tan contenida. Pero tan profundamente íntima.
Sofía se llevó una mano al rostro, buscando inconscientemente la huella de sus dedos.
¿Qué estamos haciendo? pensó.
Apretó la manta contra su pecho. No era una mujer que se permitiera debilidades. Había pasado demasiado tiempo escondida entre libros que no podía terminar, botellas a medio vaciar y rutinas que no significaban nada. Pero él… Tomás había abierto algo. Lo había hecho sin querer, como quien enciende una lámpara sin saber que está alumbrando un cuarto en ruinas.
Quiso abrazarlo. Lo deseó con una fuerza que la asustaba.
Quiso decirle que se quedara.
Pero no lo hizo.
Porque ambos sabían. Porque ella era adulta. Porque su historia tenía otros ritmos, otras heridas. Porque aunque él se quedara todas las noches, y le cocinara, y la cuidara, y la hiciera reír con su torpeza dulce… eso era todo lo que podía ser.
Un refugio. Una herida curando a otra. Dos estaciones coincidiendo, sabiendo que eventualmente el tiempo las separaría.
Lo había sentido en su abrazo.
En cómo la sostuvo, en cómo tembló al tocarla, en cómo dejó que su cariño se desbordara por un segundo y luego volvió a cerrarse, a fingir normalidad.
Y en cómo ella no lo detuvo.
No porque no quisiera. Sino porque no podía permitirse quererlo más de lo que ya lo hacía.
Se recostó sobre el sofá, cerrando los ojos, dejando que el murmullo lejano del tráfico le hiciera compañía. Y mientras su mente repasaba cada gesto, cada palabra, cada silencio compartido, supo que cuando llegara el momento —ese que ella misma había provocado al enviar su manuscrito— Tomás sonreiría por ella.
Y luego se quedaría solo.
Porque así era él. Porque siempre se quedaba.
Y ese pensamiento le dolió más que todo.