El sonido del aceite chisporroteando llenaba el departamento de un aroma cálido y hogareño. Tomás, con las mangas remangadas, movía con concentración los ingredientes en la sartén, mientras Sofía se asomaba por el marco de la puerta con una sonrisa traviesa y una copa vacía en la mano.
—¿Media copa, chef? —preguntó con ese tono entre súplica y picardía que usaba cuando sabía que debía ceder.
Tomás negó con la cabeza, pero su expresión no era de desaprobación, sino de resignada ternura.
—Media copa, y ni una gota más. —Se acercó, le sirvió con pulso medido y le guiñó un ojo—. Si empiezo a verte bailar con las sillas, esta vez no pienso cocinarte sopa de resaca.
Sofía rio con suavidad, llevándose la copa a los labios mientras se sentaba a la mesa. El mantel estaba limpio, el pan recién cortado, la luz cálida de la lámpara creaba una burbuja dorada sobre ambos.
Cenaron en silencio por algunos minutos, cómodos como solo pueden estar dos personas que han compartido tanto.
—¿Vas a acompañarme a la capital? —preguntó Tomás de pronto, sin levantar la mirada de su plato—. A recibir el premio, digo.
La pregunta quedó suspendida en el aire como una cometa sin viento.
Sofía bajó los ojos a su copa medio vacía. No respondió de inmediato.
—Tomás… —dijo finalmente, con tono suave, como si temiera quebrar algo frágil—. Podemos hablar de eso después de cenar, ¿sí?
Él asintió. No insistió. No necesitaba hacerlo. Ya sabía la respuesta.
Cuando terminaron, Tomás recogió los platos sin decir nada más y ella lo ayudó a secar. Luego se sentaron juntos en el sillón, uno de esos donde cabían justos, hombro con hombro, sin espacio para mentiras ni excusas.
La televisión estaba apagada. La ciudad susurraba al otro lado de la ventana.
Entonces Sofía estiró su mano y tomó la de él. Entrelazó sus dedos con los suyos con delicadeza, como si le ofreciera algo que había estado guardando por demasiado tiempo. Un gesto pequeño, pero cargado de significado. De culpa. De cariño.
—Lo siento —susurró, sin necesidad de explicarlo todo—. No puedo ir. Si alguien nos ve juntos… volvería todo. Los rumores. Las miradas. Tú no necesitas eso ahora.
Tomás no respondió con palabras. Solo apretó un poco su mano, como diciéndole que lo sabía, que no tenía que explicar más.
Se quedaron así. En silencio. Aferrados uno al otro como dos ramas flotando en la misma corriente.
Más tarde, como tantas veces antes, Tomás la acompañó hasta su habitación. La ayudó a acostarse, le cubrió los hombros con la manta y acarició su cabello con una ternura que casi dolía. Ya era un ritual, una despedida nocturna que sabía a promesa y a despedida a la vez.
Sofía lo miró desde la almohada, con los ojos grandes, un poco húmedos, la voz cargada de algo que no sabía cómo sacar.
—Perdóname por no poder estar ahí —susurró.
Tomás negó con la cabeza, con esa sonrisa suave y melancólica que a veces usaba cuando la vida le quitaba algo.
—No hay nada que perdonar. Lo entiendo. Es lo mejor.
Se inclinó para besar su frente, como cada noche. Pero esta vez, cuando sus labios se posaron sobre su piel, se quedaron más tiempo, como si ese contacto pudiera detener el tiempo, decir lo que no podía decirse en voz alta.
Antes de que se alejara, ella levantó una mano temblorosa y le acarició el rostro con dulzura, con una súplica callada brillando en sus ojos oscuros.
—No te enojes conmigo, por favor.
Tomás le tomó la mano y la besó también.
—Nunca me enojaría por algo así —respondió con voz ronca.
Se alejó despacio, hasta llegar a la puerta. Antes de apagar la luz, volvió la mirada una última vez. Ella ya cerraba los ojos, envuelta en sus sábanas, serena.
—Te quiero, Sofía —dijo él.
Y aunque lo susurró, las palabras quedaron flotando en el cuarto, como una piedra lanzada al agua, dejando círculos concéntricos que tardarían en desaparecer.
Apagó la luz y se marchó.
Sus pasos en el pasillo parecían más pesados que nunca. Como si llevara a cuestas algo que no podía compartir.
Porque amar así, en silencio, también era una forma de quedarse. Aunque fuera desde lejos. Aunque fuera solo por una estación más.