Hasta que digas adiós (parte 3)

El cielo estaba encapotado aquella mañana, y la luz gris del amanecer teñía la ciudad de un tono melancólico. Tomás ajustó la correa de su mochila sobre el hombro, el billete de autobús a la capital doblado cuidadosamente en su bolsillo. Faltaban pocas horas para su partida, pero antes de irse, había algo que debía hacer. Algo más importante que empacar o llegar con tiempo.

Necesitaba verla.

El camino al departamento de Sofía era familiar. Lo había recorrido muchas veces, con la costumbre de quien sabe que al final del trayecto encontrará un hogar que no es suyo, pero que lo abriga igual.

Tocó el timbre con una mezcla de urgencia y contención. No había avisado. No sabía qué iba a decir. Solo sabía que si se marchaba sin verla, algo en él quedaría inconcluso.

Sofía abrió la puerta con el cabello aún desordenado y una taza de café en la mano. Llevaba un suéter amplio, las mangas le cubrían las manos, y su expresión fue de sorpresa al verlo, pero también de algo más profundo. Como si ya lo esperara, aunque no lo supiera.

—¿Tan temprano, Lambert? —preguntó con una sonrisa cansada.

—Me voy hoy. A la capital —dijo, sin rodeos—. Pero… no podía irme sin pasar a verte.

Ella se hizo a un lado sin decir nada, dejándole espacio para entrar. Tomás lo hizo, sin mirar mucho a su alrededor. El aire cálido y familiar del departamento lo recibió como un abrazo invisible.

—Pensé que salías más tarde —dijo Sofía, cerrando la puerta con suavidad. Dejó la taza en la mesa y lo miró de frente.

Tomás asintió.

—Aún tengo tiempo. Un poco. Quería despedirme.

—¿Despedirte? —repitió ella, como si la palabra le supiera amarga.

Tomás se encogió de hombros, inseguro.

—No sé cuánto va a cambiar esto. La publicación. El viaje. Lo que viene después. Pero tú estuviste desde el inicio. Estuve pensando… que si el profesor estuviera aquí, me diría que agradezca a quienes me ayudaron a llegar hasta este punto. Así que… gracias, Sofía. Por creer en mí. Por… todo.

Ella se quedó mirándolo, con los ojos ligeramente humedecidos.

—Yo también tengo que darte las gracias. Por no dejarme caer otra vez.

Tomás dio un paso hacia ella, lentamente.

—¿Puedo abrazarte?

Ella no respondió con palabras, solo asintió y se acercó a él. El abrazo fue largo, intenso, como si ambos se aferraran a algo que sabían que no podían retener mucho más.

Sofía apoyó la frente en su pecho, y Tomás le acarició el cabello con ternura. No había prisa. No había más que el sonido de sus respiraciones cruzadas, ese latido común que se formaba cuando dos personas compartían el mismo dolor y la misma gratitud.

—¿Quieres que me quede hasta que sea hora de irme? —susurró él.

—Claro que sí —respondió ella, sin separarse.

Se sentaron juntos en el sofá, sin encender la televisión, sin revisar el reloj. Él tomó su taza de café ya tibio y bebió un sorbo, como si fuera suyo. Ella le apoyó la cabeza en el hombro, en silencio.

Cuando llegó la hora de partir, Tomás se levantó con lentitud. Sofía lo acompañó hasta la puerta.

—¿Me vas a escribir? —preguntó ella, intentando mantener el tono ligero.

—Todos los días, si me dejas —dijo él, sonriendo.

Ella le tomó la mano un instante y la apretó, luego la soltó, con la mirada cargada de algo que no se atrevía a decir.

—Buena suerte, Tomás.

Él asintió, dio un paso hacia el pasillo, pero luego se volvió.

—¿Puedo…?

Sofía ya estaba levantando la barbilla, con la frente dispuesta. Él se acercó y besó ese lugar como tantas veces antes, pero esta vez fue distinto. Esta vez, Tomás cerró los ojos por un instante largo. Y cuando se apartó, le susurró con voz quebrada:

—Gracias por ser mi estación más hermosa.

Ella no respondió. Solo cerró la puerta con cuidado, para que no la viera llorar.

Y Tomás bajó las escaleras con paso firme, con el corazón hecho pedazos y lleno al mismo tiempo.

Porque a veces, amar es saber irse.

Y otras veces, es saber quedarse… en la memoria de alguien.