Día dos de la ausencia de Tomás.
En el departamento, el sonido del cartón al abrirse rompió el silencio del comedor. Daniela miró con ceño fruncido la pizza humeante en la caja.
—¿Otra vez pizza? —protestó, cruzando los brazos como una niña pequeña.
Amelie, sentada en el sofá con un vaso de agua en la mano, ni siquiera se molestó en mirar hacia la cocina.
—¿Acaso cocino cuando él está? ¿Y esperas que lo haga ahora? —respondió con su tono seco habitual.
—¡Podrías intentarlo! Ya vamos para el tercer día. Si sigo así, voy a convertirme en mozzarella.
—Entonces anda a la cocina y prepárate una ensalada, que eres muy buena para hablar, pero floja para picar tomates —respondió Amelie, con una media sonrisa que no delató del todo que ella también lo extrañaba.
Daniela bufó, pero terminó sentándose frente a la caja abierta y tomó un trozo con resignación.
—Esto no es vida.
En el colegio, el bullicio del recreo envolvía los patios como de costumbre. Sunny recorría los pasillos como una mariposa inquieta, saltando de grupo en grupo, comentando cualquier cosa que le viniera a la cabeza, como si el silencio fuera su mayor enemigo.
Pero de vez en cuando, cuando la risa se apagaba un poco, su mirada regresaba sola a ese pupitre vacío en la sala. El asiento donde solía estar Tomás. No decía nada, ni se detenía mucho, pero siempre le lanzaba una última mirada antes de volver a su caos alegre.
En el Big Root, el olor a cebolla caramelizada y pan tostado llenaba la cocina. Don Giorgio estaba recostado levemente en la silla que usaba cuando picaba vegetales, un cojín viejo debajo del muslo y el ceño fruncido.
—¿Cuándo vuelve el muchacho? —refunfuñó, con un ligero temblor en las manos que no quería que nadie notara.
Desde la oficina, Laura levantó la cabeza de los papeles y respondió en voz alta:
—¡En dos días, papá! ¡Solo un par de días más!
—Bah, a este ritmo me voy a quedar tieso. Que se apure —murmuró el viejo, aunque la sonrisa que se le dibujó al recordar al muchacho suavizó el gruñido.
Y en un apartamento más al norte, Sofía apoyó el codo en la mesa mientras comía directamente del último tupper de vidrio. Con el pelo revuelto y un suéter demasiado grande, masticaba con desgano hasta que notó que algo se había deslizado al suelo.
Un trozo de papel, doblado.
Se agachó a recogerlo y lo abrió con la curiosidad del hastío. Su ceja se arqueó al leer la letra apretada y algo torpe:
"Si no te alcanza la comida hasta que vuelva, come lo que está en el congelador."
Por un instante, todo en su rostro se aflojó. Soltó un suspiro breve, luego una sonrisa lenta, casi invisible, se le dibujó en los labios.
—Mocoso tonto… —susurró, doblando la nota de nuevo con cuidado, como si fuera algo precioso.
Guardó el papel en el bolsillo de su chaqueta y volvió a mirar el tupper casi vacío.
Tomás no estaba, y sin embargo, ahí estaba. En el congelador. En el cuaderno que ahora descansaba junto al suyo. En la cafetera que ya preparaba sola para dos. En su sillón, en la lámpara que él había cambiado, en la sonrisa que a veces se le escapaba sin permiso. En el silencio compartido que ella había aprendido a amar.
Y justo ahí, sola en su cocina, se dio cuenta de lo cierto que era: él había inundado cada rincón de su vida.
Y desprenderse de eso… sería todo menos sencillo.