El tercer día.
El auditorio en la capital estaba lleno. La ceremonia de premiación de la Editorial Élan se desarrollaba con fluidez: nombres, títulos, aplausos, discursos breves. El ambiente tenía un aire festivo, aunque medido, como si todos los presentes supieran que estaban allí para algo importante, pero sin saber muy bien cómo comportarse.
Cuando el nombre de Tomás Lambert fue pronunciado para la “Elección del Editor”, un aplauso educado llenó la sala. Nadie se levantó. Nadie vitoreó. Solo palmas formales, firmes. Algunos de los otros premiados habían traído a sus compañeros del colegio, a profesores, a sus familias. Él estaba solo. Caminó hacia el escenario con pasos tranquilos, intentando no mostrar la incomodidad que lo apretaba por dentro.
—Y eso que me puse mi mejor ropa… —pensó con ironía mientras aceptaba el galardón.
El trofeo era más liviano de lo que esperaba. Brillante, sobrio, elegante. Lo sostuvo con ambas manos mientras se tomaban una fotografía rápida, y luego descendió del escenario en silencio, de nuevo envuelto por aplausos cordiales.
Planeaba quedarse un día más. Recorrer la ciudad, ver librerías, tal vez sentarse en una cafetería a escribir algo. Eso había pensado la noche anterior.
Pero cuando salió del auditorio y el aire frío de la capital le golpeó el rostro, supo que no se quedaría.
Guardó el galardón en su bolso, envolviéndolo con su suéter para que no se rayara, y se dirigió al terminal con pasos cada vez más veloces. No lo pensó mucho. No revisó horarios. Tomó el primer bus que saliera rumbo al sur. Se acomodó junto a la ventana y apoyó la frente contra el vidrio, viendo cómo la ciudad se alejaba.
Ya no podía aguantarlo.
No habían sido más que tres días y medio. Apenas. Pero lo sentía como una eternidad.
—Sofía… ¿qué me has hecho? —murmuró, sin poder evitar que su boca dibujara una media sonrisa.
Él, que siempre se había creído autosuficiente. Que había aprendido a convivir con el dolor, a domar la nostalgia como quien acaricia un animal herido. Que había transformado el abandono y la soledad en una muralla que lo protegía del mundo. Él, que pensaba que nadie era indispensable.
Y sin embargo…
Al cerrar los ojos la vio: con su taza de té entre las manos, el cabello revuelto, las palabras entre los dientes, la voz cansada pero viva. La imaginó sentada en su escritorio, con la lámpara encendida y el cursor titilando, mientras escribía una página más de la historia que aún no le había contado.
Sabía —lo sabía, aunque nadie se lo había dicho— que Sofía pensaba marcharse. Lo veía en sus silencios prolongados, en la forma en que a veces se aferraba a su mano como si no quisiera soltarla. No sabía cuándo sería, pero sus ojos hablaban un idioma que él había aprendido a leer.
Y aún así, regresaba.
A toda prisa. Como si algo dentro de él lo arrastrara de vuelta.
Quería verla. Quería abrazarla. Quería hundir el rostro en su cuello y respirar el aroma de su cabello. Quería quedarse junto a ella hasta que el sol cayera, y las luces cálidas del departamento lo envolvieran como un refugio secreto. Pensó, entre risas silenciosas, si acaso ya se habría terminado la lasaña del congelador. Le había dejado dos bandejas, pero cuando se ponía a escribir comía de más, como acusando la falta del vino que ya no bebía con la misma frecuencia.
—Es tan tú eso… —murmuró, mirando el paisaje pasar a toda velocidad.
Y entonces, con una serenidad que no había sentido en mucho tiempo, lo supo. No pudo señalar el momento exacto en que había sucedido. No fue una revelación. Fue más bien la certeza silenciosa de que algo se había instalado en él como una semilla silenciosa, y que había florecido sin pedirle permiso.
Volvía porque la extrañaba. Porque no estar con ella le pesaba. Porque su ausencia le incomodaba el alma.
Volvía porque la amaba.
Ya no había duda.
Ese regreso repentino, esa necesidad de compartir la alegría con ella, ese impulso de verla incluso antes que a su propia familia, incluso antes de decirle a nadie más lo que había ganado…
Era amor.
Simple. Profundo. Inevitable.
Y, aunque lo sabía fugaz, aunque algo dentro de él le susurraba que Sofía se iría pronto, no podía evitarlo. Volvería las veces que hiciera falta, como un satélite que no sabe hacer otra cosa que orbitar a su estrella.
La última curva de la carretera dejó ver las luces del sur a lo lejos, parpadeando entre la bruma.
Ya casi estaba en casa.