Hasta que digas adiós (parte 7)

El regreso

Sofía no esperaba el timbre.

Era temprano, casi mediodía, y aún tenía las manos manchadas de tinta. Había estado escribiendo desde el amanecer, apenas deteniéndose para beber algo de agua o mirar por la ventana. Cuando sonó el timbre, pensó que sería un repartidor, o quizás alguna equivocación. Pero cuando se asomó por la mirilla y vio esa figura familiar, su corazón se encogió por un segundo.

Tomás.

Volvía un día antes.

Abrió la puerta sin decir una palabra, sin saber siquiera cómo reaccionar.

Él sonrió. Apenas. Un gesto leve, como si intentara contener algo mucho más grande detrás.

—Hola —dijo con voz baja, casi ronca por el viaje.

—Hola… —susurró ella, y algo dentro de su pecho se desmoronó con una ternura tan inesperada que le dolió.

No corrió a abrazarlo. No gritó de alegría. Pero sus ojos, sus labios temblorosos y la forma en que se apartó para dejarlo pasar, decían todo lo que su cuerpo se negaba a expresar con prisa.

Tomás entró, dejó su bolso al costado del sofá como si fuera parte del mobiliario habitual, y en cuanto ella cerró la puerta, ambos supieron que el día volvería a fluir como siempre.

Prepararon juntos un almuerzo sencillo. Revisaron sus escritos, leyeron fragmentos en voz alta. Ella criticó uno de sus diálogos con ese tono medio irónico que tanto lo divertía; él le hizo notar que en su nuevo texto había una mujer que se parecía mucho a ella, cosa que ella negó con una sonrisa y mejillas sonrojadas.

El día transcurrió como si nunca se hubiera ido. Como si su ausencia de tres días hubiese sido solo una pausa breve, un paréntesis en una historia que ambos ya sabían de memoria. Se reían como antes, discutían sobre libros, cocinaban con el calor de la costumbre. Y esa calidez los reconfortaba más que cualquier palabra.

Al caer la noche, Tomás, fiel a su ritual, preparó una sopa ligera. Sofía, con su taza de té entre las manos, lo observaba desde la mesa como si no quisiera que el día acabara. Como si el tiempo mismo estuviera de más.

Cuando terminaron de cenar y el reloj empezó a empujar la noche hacia su silencio habitual, ella se levantó sin decir nada y caminó hacia su habitación.

Tomás fue tras ella, como tantas veces, con esa costumbre que ya se le había metido bajo la piel. Ella se sentó en el borde de la cama, y él la cubrió con las frazadas con la misma ternura de siempre. Se inclinó para besarle la frente, suave, como un gesto sagrado que nunca rompía la distancia.

Pero esta vez, antes de que pudiera alejarse, Sofía tomó su mano con fuerza.

Lo miró a los ojos, sin palabras. Solo un susurro escapó de sus labios, temblando entre la oscuridad y la necesidad:

Por favor…

Eso fue todo.

Un ruego que decía más que cualquier confesión.

Tomás asintió, sin titubear. No había prisa. Había llegado un día antes, nadie lo esperaba en casa. Y aunque hubiera sido lo contrario, se habría quedado igual.

Apagó la luz con una lentitud casi solemne y, sin quitarse la ropa, se recostó a su lado. Por un instante el silencio se sintió demasiado grande, pero luego Sofía lo abrazó bajo las frazadas, buscando calor, refugio, algo más que compañía.

Él la rodeó con un brazo, y entonces ella apoyó la frente contra sus labios. No dijo nada. Solo se quedó así. Y Tomás, con el corazón en llamas, la besó una y otra vez, suave, sin apuro, como si sus labios pudieran prometerle algo sin necesidad de jurarlo.

El mundo afuera se volvió lejano. No importaban los premios, ni el futuro, ni la tristeza acumulada. Solo ese instante.

Cuando el sueño comenzó a llevárselos como una marea lenta, seguían abrazados, unidos en una noche que no pedía definiciones, ni excusas, ni planes. Solo presencias que sanaban en silencio.

Y así se quedaron, él sosteniéndola, ella cobijada en el calor de su boca.

Como si por fin el mundo, por unas horas, les hubiese dado permiso para detenerse.