El sol aún no se colaba por completo entre las cortinas, pero el leve resplandor del amanecer dibujaba siluetas suaves sobre la habitación. El silencio era espeso, tibio, casi reverente. Solo se escuchaba la respiración acompasada de Sofía, hundida aún en el sueño, y el lejano murmullo de la ciudad desperezándose.
Tomás despertó primero.
Tenía el cuerpo algo entumecido, pero no se movió de inmediato. Sentía el brazo de Sofía sobre su cuello, rodeándolo como si en algún momento de la noche hubiese temido que él se marchara. Y eso le bastó para quedarse quieto un rato más, mirando el techo, con el pecho palpitando a destiempo.
Giró apenas el rostro y la observó.
Tenía el cabello revuelto sobre la almohada, una pequeña línea de luz dibujaba su perfil. Parecía más joven cuando dormía, más liviana. Tomás estiró una mano con cuidado y le apartó un mechón que le caía sobre los ojos. Luego acarició su mejilla con una suavidad casi sagrada, como si tocara un recuerdo que temía romper.
No quiso despertarla.
Se levantó en silencio, se deslizó por el pasillo hasta la cocina y preparó el desayuno. Café recién hecho, tostadas crujientes, un poco de fruta y algo dulce, porque sabía que a ella le gustaba empezar el día así. Cuando la bandeja estuvo lista, volvió a la habitación.
Sofía se removió al sentir el aroma del café.
Abrió los ojos con esfuerzo, apenas lo suficiente para verlo de pie junto a la cama, con la bandeja entre las manos y una sonrisa torpe en el rostro.
—Otra vez con estas costumbres… —murmuró, aún medio dormida.
—Buenos días —dijo él, dejándola la bandeja sobre sus piernas—. Desayuno para una reina indisciplinada.
—Me estás malcriando —protestó con una sonrisa que no sabía esconder.
—Es mi forma de darte las gracias —dijo él, sentándose a su lado.
Desayunaron así, entre murmullos, risas y un par de silencios demasiado cómodos. Sofía apoyaba la cabeza en su hombro, mientras él le ofrecía trozos de fruta o sorbos de café. El mundo era simple, sereno, como si estuvieran encerrados en una burbuja que nadie más conocía.
Pero luego llegó la hora de partir.
Tomás se puso de pie, alistándose para irse. Sofía dejó la bandeja a un lado y lo observó en silencio mientras se acomodaba la chaqueta.
Antes de que llegara a la puerta de su habitación, ella habló:
—Vuelve pronto.
Él se giró, sonriendo.
—Siempre.
Se acercó y, como tantas veces, dejó un beso en su frente, un beso que esta vez pareció más cálido, más prolongado, como si supiera que algo en ese gesto se quedaría en la piel por mucho tiempo.
Cuando se separó, la miró a los ojos, con esa honestidad con la que solo él sabía mirarla.
—Te quiero, Sofía.
Ella tragó saliva. Lo sentía, lo sabía. Cada parte de ella lo gritaba. Pero aún así, había algo en sus labios que se resistía. Hasta que, por fin, las palabras se abrieron paso entre la maraña de miedos.
—Yo también.
Tomás sonrió. No dijo nada más. Solo la miró una última vez antes de salir de la habitación.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Sofía se recostó de nuevo, estirándose sobre el lugar donde había dormido Tomás. Aún sentía el calor en las sábanas, el aroma suave de su piel impregnado en la almohada. Cerró los ojos, envolviéndose en ese último rastro, en ese consuelo.
Porque si todo salía bien…
Si su manuscrito era elegido, si todo seguía el curso que había soñado…
Se marcharía.
Y ese calor, ese calor que ahora tanto amaba, lo iba a extrañar con cada fibra de su cuerpo.