Cuando Tomás llegó a casa, el amanecer apenas asomaba entre las rendijas de las cortinas. El silencio del hogar era total, como si todo el mundo aún flotara en el limbo de los sueños. Se movió con sigilo, dejó su bolso en su habitación y, sin encender más luces que las necesarias, se dirigió al baño.
La ducha cayó sobre él como un suspiro largo. El agua caliente arrastró el cansancio del viaje, la tensión de los días pasados, el peso del premio que ahora parecía casi irreal. No lo pensó demasiado: cuando salió, con el cabello húmedo y el rostro aún adormecido, tomó el galardón que había recibido en la capital y lo colocó sobre su escritorio, junto al manuscrito de Estaciones de Soledad, como si aquel objeto pudiera ser un punto y aparte en su vida, o tal vez una simple coma.
No despertó a nadie.
En la cocina, preparó el desayuno con la familiaridad de la rutina. Sabía cómo le gustaban los huevos a Daniela, cuánto azúcar tomaría Amelie en el café aunque dijera que no quería. Sirvió todo en silencio, dejó las tazas listas sobre la mesa y escribió una nota en la que decía apenas "Buen día", acompañada de una pequeña carita sonriente.
No necesitaba aplausos, ni felicitaciones. Lo suyo no era la celebración. Era volver. Volver a lo que conocía, a los pasos que daban sentido a sus días.
Tomó su mochila y salió de casa rumbo al Big Root.
El cielo aún tenía el color tenue de los días que apenas comienzan, y mientras caminaba, pensó en don Giorgio. Seguro estaría ya cortando verduras y refunfuñando por el dolor de espalda. Aceleró un poco el paso y sonrió, deseando encontrarlo de buen humor, con una queja nueva y una lista de cosas por hacer. Por primera vez, esa rutina no se sentía como una carga. Quería volver a ella. La necesitaba.
Porque ahora, más que nunca, tenía un motivo para volver.
Y ese motivo tenía el rostro de Sofía.
Cada paso que daba, su mente la dibujaba con más nitidez. El modo en que fruncía el ceño cuando algo no le gustaba. Sus silencios incómodos, sus carcajadas cuando se le escapaban sin querer, su forma de hablar como si siempre estuviera midiendo cuánto podía entregarse. La manera en que lo miraba justo antes de alejarse… y justo antes de dejarlo quedarse.
Sin proponérselo, había comenzado a escribir sobre ella.
Lo había hecho en el bus de regreso. En una hoja arrugada, luego en el bloc de su teléfono, luego en su cabeza. Las primeras líneas de una historia nueva, diferente, más cálida. Todavía no tenía título, pero sabía muy bien dónde empezaba.
Y con un poco de suerte… si podía resistir el tiempo que le quedaba, si sus palabras eran lo suficientemente veloces… lograría terminarla antes de que ella se fuera.
Porque lo haría.
Lo presentía en sus gestos, en sus manos que temblaban a veces al tocarlo, en su silencio cuando él decía que la quería. Lo sabía. Y aunque le doliera, aunque esa certeza comenzara a escribir la sombra del final, también sabía algo más.
Ella había encendido algo en él.
Y eso… eso no se marcharía nunca.