"Sin arrepentimientos"
La mañana avanzaba lenta en el departamento de Sofía. Aún envuelta en las sábanas, con el aroma del desayuno que Tomás le había dejado aún flotando en el aire, Sofía contemplaba el techo como si buscara respuestas en las grietas invisibles de la pintura.
Él ya se había ido. Como siempre. Y como siempre, había sido amable, considerado, amoroso. Esa ternura inquebrantable que él ofrecía sin pedir nada a cambio, sin condiciones. Sin reservas.
La taza de café que él le había preparado seguía caliente sobre su mesa de noche. A su lado, el libro que ella había comenzado a escribir semanas atrás, el que se negó a mostrarle, el que contenía todo lo que no se atrevía a decirle en voz alta. Todavía.
Sofía lo observó todo desde su cama, en silencio, con el corazón encogido.
Sabía que el momento estaba cerca.
Si ganaba el premio, tendría que partir. Había firmado las bases, había considerado los términos. Lo sabía desde el principio: si su manuscrito era seleccionado, la beca la llevaría al extranjero. Una nueva ciudad. Una nueva vida. Y tal vez, el renacer definitivo de la escritora que alguna vez creyó muerta.
Pero ahora no era solo ella la que existía en ese mundo.
Estaba Tomás.
Tomás, que le había devuelto las palabras.
Tomás, que había llenado de calor cada rincón de su casa y de su cuerpo.
Tomás, que dormía a su lado como si el tiempo no doliera, como si fuera eterno.
Y ella, que lo sabía todo —que sabía que él sospechaba que ella se marcharía, que aceptaría su partida sin reproche, con esa tristeza serena tan suya—, ella no podía seguir escondiéndose detrás de lo inevitable.
Porque si algo había aprendido de él…
Era a no amar a medias.
Así que se sentó en la cama, se sirvió la última gota del café tibio y lo sostuvo entre las manos como si fuera un juramento. Sus labios temblaron al pensarlo, pero lo pensó igual: “Si me voy… me iré sin arrepentimientos”.
Y eso solo podía significar una cosa: entregarse por completo.
No como distracción.
No como compañía.
No como refugio.
Sino como lo que Tomás era para ella: su respiro, su impulso, su ternura. Su amor.
No podía prometerle quedarse. No podía mentirle.
Pero podía amarlo.
De verdad.
Con todo.
Sin resguardos.
Sin protección.
Aunque doliera después.
Aunque dejara una cicatriz.
Porque si algún día, muchos años después, él se preguntaba si había sido amado… Sofía quería que la respuesta fuera un sí rotundo. Aunque no la recordara con claridad, aunque no quedara nada más que una sombra en su memoria, ella quería saber que no se fue a medias.
Ese sería su acto de valor.
Una última primavera. Un amor completo.
Y luego, volar.