Hasta que digas adiós (parte 12)

El cielo estaba todavía empapado de azul suave cuando Tomás empujó la puerta trasera del Big Root. La campanilla colgante no sonó —solo lo hacía en la entrada principal—, pero el crujido del marco de madera fue suficiente para que Alelí, que fregaba el piso del salón con el cabello recogido en una trenza rápida, levantara la vista y sonriera.

—¡Eh! El muchacho premiado ha regresado —dijo con una sonrisa amplia, como si hubiera estado guardando la frase solo para ese momento.

Tomás sonrió, alzando una ceja mientras se quitaba la chaqueta.

—¿Y cómo está la cocina? ¿Sobrevivió sin mí?

—Barely —gritó Laura desde la oficina sin asomar la cabeza—. Don Giorgio ya preguntó tres veces por ti. Y eso fue antes de las diez de la mañana.

Tomás dejó su bolso junto al estante de ingredientes y entró directamente a la cocina. Don Giorgio, como un guardián inquebrantable, estaba de pie junto a la tabla de picar, cuchillo en mano, enfrentándose a una montaña de pimientos rojos. Pero el temblor leve en su muñeca izquierda no se le escapó a Tomás.

—Don Giorgio —saludó con un tono que era casi familiar, casi filial.

—¡Tomás! —El hombre alzó la vista, con sus cejas espesas fruncidas, como si quisiera reprimir la sonrisa—. ¿Cómo estuvo el viaje? ¿Y el premio?

—Tranquilo. Largo. Y merecido —respondió mientras se ponía el delantal.

Giorgio bufó y le cedió la tabla con un gruñido.

—Ya era hora de que volvieras. Yo ya estoy harto de parecer útil. Anda, ponte a trabajar antes de que me vuelva joven otra vez.

Tomás rió con suavidad mientras comenzaba a pelar las zanahorias.

Fue así como comenzó el día: entre el ruido de la campana del mostrador, las órdenes entrando con ritmo constante, las ollas hirviendo, el aceite crepitando y el aroma a cebolla dorándose. El Big Root no se detenía, no importaba si uno venía de ganar un premio o de enterrar una pena. Allí todo se medía por el tiempo que llevaba una salsa en espesar o por cuántas porciones de papas fritas salían antes del cierre del turno.

A medida que avanzaba la jornada, Tomás se sumergió en el ritmo frenético del lugar con una concentración casi obstinada. El cansancio era bueno. El esfuerzo físico lo alejaba del pensamiento. El trabajo, en su más pura forma, era redención.

Laura, en un raro momento de pausa, se detuvo a su lado mientras él limpiaba con esmero la plancha.

—Oye —dijo ella, con tono más suave del habitual—. Estoy contenta de que volvieras. Papá lo está también… aunque no lo diga.

Tomás levantó la vista. Sonrió.

—Yo también estoy contento de volver.

Y era cierto.

No porque todo estuviera bien. No porque hubiera olvidado lo que dolía. Sino porque, por alguna razón, en ese rincón ruidoso y caluroso, donde todo se medía en cucharones y tiempos de cocción, podía sentirse útil. Firme.

El salón del Big Root olía a pan tostado y a café viejo, como si el día se hubiera quedado suspendido en el aire. El reloj marcaba pasadas las nueve, y ya no quedaban clientes. Alelí se había marchado hacía una hora, después de cerrar las últimas cuentas en la caja.

Tomás estaba sentado al fondo del local, con una calculadora pequeña y varios papeles desplegados en la mesa. Había hojas con números marcados con lápiz, trazos suyos, cálculos con márgenes apretados. Se notaba la diferencia: Laura solía escribir con más desorden, más velocidad. Tomás lo hacía todo con calma, como si ordenar los números le ayudara a ordenar algo dentro de sí.

Laura lo observaba desde la barra, con una taza de té humeante entre las manos. La luz cálida del local caía sobre él como si lo apartara del resto del mundo.

—Oye —dijo al fin, cruzando el salón hasta sentarse frente a él—. Nunca pensé que alguien pudiera hacer que mis cuentas se vieran decentes.

Tomás levantó la vista, sonriendo apenas.

—Tu papá me dijo que si lograba entender tus números, estaba listo para casarme.

—¿Eso dijo? —rio, sorprendida—. Viejo descarado.

Hubo un silencio amable entre ambos. Laura dio un sorbo al té. Tomás apretó la mandíbula, y luego soltó el lápiz.

—Hoy fue un buen día —dijo él—. El mejor en semanas.

Laura asintió.

—Sí. Vendimos más de lo esperado. Y ni una queja. Ni una sola devolución. ¿Te imaginas?

Tomás no respondió de inmediato. Observó sus propias manos, manchadas aún de restos de harina. Luego dijo, como quien quiere dejar algo en claro:

—Quiero que el Big Root siga funcionando. Y quiero ayudarte.

Laura lo miró más seria.

—Ya lo haces, Tomás. No tienes idea cuánto.

Él negó con suavidad.

—Puedo hacer más. Si tu papá necesita descansar más seguido, si tú necesitas más ayuda con los pedidos o los proveedores… estoy dispuesto.

Laura dejó la taza sobre la mesa, un poco más fuerte de lo necesario.

—¿Por qué haces esto?

Tomás parpadeó.

—¿El qué?

—Esto. Estás aquí temprano, te vas tarde. Ayudas, cocinas, haces cuentas, limpias, te preocupas por papá, por mí… ¿por qué?

Tomás se encogió de hombros.

—Porque es lo que hay que hacer. Porque estar aquí me hace sentir… útil. Me gusta estar aquí. Porque aquí no tengo que pensar en todo lo demás.

Laura lo miró fijamente. No insistió. No hizo preguntas. Solo bajó la mirada a las cuentas sobre la mesa.

—Entonces, si algún día este lugar sale adelante… también va a ser gracias a ti —dijo, en voz más baja.

Él sonrió. La miró, más largo esta vez.

—Ojalá ese día llegue.

Laura se incorporó, con ese aire de persona que no sabe si reír o abrazar.

—Voy a poner el té para ti. El de los que se quedan más allá del cierre.

—¿Eso existe?

—Lo acabo de inventar —respondió ella, caminando hacia la cocina.

Tomás se quedó solo un momento más. Miró los números sobre la mesa. A veces, cuando nada más funcionaba, cuando el corazón estaba muy cansado o roto, al menos los números podían dar certezas. Y en ese momento, al fondo del Big Root, con el eco lejano de la tetera comenzando a hervir, esa certeza era suficiente.