La comida fue servida con cuidado. Ella se sentó como si el comedor fuera un restaurante de verdad, con una vela encendida entre ellos y música suave de fondo. Comieron entre bromas y miradas largas, entre silencios cómodos y pequeñas risas. Sofía parecía feliz. Verdaderamente feliz.
—¿No vas a hacer ningún brindis por mi juventud eterna? —preguntó, alzando su copa.
—A tu belleza inmortal, entonces —dijo Tomás, chocando su copa de agua con la suya—. Y por todos los años que no tienes.
Cuando terminaron de comer, Tomás la detuvo cuando intentó llevar los platos a la cocina.
—No hoy. Hoy te sientas y te consientes.
Fue entonces que sacó el pequeño estuche del bolsillo.
—No es gran cosa —dijo, como si se disculpara por anticipado—. Pero pensé que… quizás te gustaría.
Ella lo tomó sin palabras. Al abrirlo, encontró una cadena sencilla, plateada, y en el centro, un pequeño ojo egipcio: el ojo de Ra. El símbolo brilló un segundo bajo la tenue luz del comedor.
Sofía lo sostuvo entre los dedos y sonrió, divertida.
—¿Me estás diciendo que voy a estar vigilada?
—Más o menos. Es por si te vas… para que recuerdes que alguien te mira con cariño. Siempre.
Ella lo miró en silencio, y por un instante, Tomás temió haber dicho demasiado. Pero Sofía se puso de pie, caminó hasta él, y sin decir nada, le dio la espalda y recogió su cabello.
—¿Me lo pones?
Él lo hizo en silencio, con las manos temblorosas, abrochando con cuidado la delgada cadena alrededor de su cuello. Cuando ella volvió a girarse, el colgante brillaba justo sobre su pecho, como si hubiese estado allí siempre.
—Gracias —dijo. No solo por el collar.
—Todavía no he terminado —respondió Tomás con una sonrisa nerviosa.
Se inclinó para recoger la mochila que había dejado en el pasillo. Cuando volvió, traía en las manos el libro. El único ejemplar. El empastado verde, sencillo. El título escrito a mano en letras marcadas:
“Fuiste tú. Por Tomás L.”
Sofía sintió que el aire se detenía por un segundo.
Él se lo entregó con ambas manos, como quien ofrece un tesoro.
—Este es el verdadero regalo.
Ella lo tomó con un respeto casi sagrado.
—¿De qué trata? —preguntó, aunque ya lo intuía.
Tomás tragó saliva, sus ojos fijos en ella.
—De ti. Y de todo lo que no sabré cómo decir cuando llegue el momento.
Sofía sostuvo el libro contra su pecho, con fuerza. Por primera vez en mucho tiempo, su mirada se nubló.
Y aunque ese día había nacido con un aire de celebración, cuando se sentaron juntos en el sofá, sin hablar, con el libro sobre sus piernas y sus dedos entrelazados como tantas veces, ambos supieron lo mismo:
ese regalo no era solo un libro. Era una despedida a fuego lento.
Pero también, un testimonio de amor.
Y eso, como todo lo verdadero, dolía y sanaba al mismo tiempo.
Sofía no pudo contener la tentación. Apenas Tomás comenzó a preparar la cena —con el delantal puesto y tarareando alguna melodía que no reconocía—, ella tomó el libro entre sus manos y se retiró en silencio a su habitación. Cerró la puerta con suavidad, como si aquel gesto protegiera algo sagrado.
Se sentó frente a su escritorio, encendió la pequeña lámpara de lectura y respiró hondo antes de abrir el ejemplar.
La portada manuscrita parecía más íntima de lo que había imaginado:
“Fuiste tú. Por Tomás L.”
Ya con eso, su pecho se apretó.
Pasó la página y leyó la dedicatoria:
“A ti, que llenaste mi alma, que me diste un motivo, que me sostuviste sin pedir nada a cambio. No importa dónde vayas, siempre te amaré.”
Las palabras le cayeron como un susurro ardiente en el centro del corazón. Se llevó una mano al pecho y tragó saliva. No había metáforas ahí, no había disfraces. Era él, hablando desde el lugar más puro de su alma.
Y entonces comenzó a leer.
Página tras página, escena tras escena, reconocía no solo su historia, sino su mirada a través de los ojos de Tomás, lo que había sido para él, lo que jamás se había permitido imaginar. Cada frase llevaba consigo la dulzura y el dolor de los días vividos, la ternura de las noches compartidas, y el peso de todo lo que aún no se habían dicho. Era un amor silencioso, paciente, luminoso… como él.
Cuando Tomás abrió la puerta para llamarla a cenar, la encontró encorvada sobre el escritorio, los hombros temblorosos, las lágrimas cayendo sin pudor sobre las páginas del manuscrito.
—Ey —dijo en voz baja, con una sonrisa cálida, entrando despacio—. Vas a arruinar las páginas con tus lágrimas... y después me vas a culpar por no haberlo impreso en papel resistente al agua.
Sofía levantó la vista, los ojos enrojecidos, el rostro completamente desarmado.
—Tomás… —susurró.
Él no dijo nada más. Solo se acercó con cuidado, tomó un pañuelo de su bolsillo y secó sus mejillas con ternura, como si cada lágrima fuera una flor que debía tratar con delicadeza.
—¿Creías que no me iba a dar cuenta? —dijo, apoyando su frente contra la de ella—. No te preocupes… todo estará bien.
La abrazó con suavidad, sin apretar, solo envolviéndola, como si sus brazos pudieran protegerla incluso de su propia tristeza. Y ella, por primera vez, se dejó abrazar sin escudo alguno, sin cinismo, sin reserva.
—No es justo —murmuró contra su pecho—. Es tan hermoso que duele.
—No es una despedida —le aseguró Tomás, acariciando su cabello—. Es un “gracias”. Por existir. Por haberme salvado sin saberlo.
Sofía respiró hondo, aferrándose a él. Pero cuando sus lágrimas cesaron, secó su nariz y, en un intento de recuperar su ironía habitual, dijo con voz fingidamente ofendida:
—Por tu culpa ahora voy a necesitar otra copa de vino.
—Acepto la responsabilidad —bromeó Tomás—, pero solo media copa, que es tu límite según lo que firmamos.
—Tonto.
—Lo sé.