Hasta que digas adiós (parte 16)

Cenaron juntos sin decir mucho más. La calidez entre ellos llenaba los espacios vacíos. La comida estaba deliciosa, como siempre, pero Sofía no podía dejar de mirarlo mientras él comía con esa naturalidad suya, como si no supiera el huracán que había desatado en su corazón.

Al terminar, Sofía se apoyó en el respaldo de la silla, y con voz suave, pidió algo más.

—¿Me harías un regalo más…? —dijo, sin rodeos—. Como aquella vez… ¿podrías… quedarte esta noche?

Tomás la miró con ternura. No dijo nada, solo asintió. Ella lo tomó de la mano con una sonrisa frágil.

—No te vayas. No esta noche. Solo abrázame… hasta el final.

Él la guio con dulzura a la habitación, como lo había hecho tantas veces. Le acomodó las frazadas, pero esta vez no se fue. Se recostó a su lado, y ella se acurrucó contra su pecho, en silencio, con el libro todavía en sus manos. Y sin decir nada, dejó su frente sobre sus labios, y él la besó con delicadeza, una y otra vez, como si con cada beso quisiera prolongar el momento, como si pudiera sostener el mundo entero con un gesto tan simple.

Y así, con el peso del amor en los brazos y la ternura colmando el aire, se quedaron dormidos, aferrados uno al otro, sin pensar en el mañana, sin pensar en lo que dolería cuando llegara la hora de soltar.

 

 

Otro mes se le escapó de las manos.

La primavera ya estaba en su apogeo, y la ciudad olía a flores nuevas y tardes cálidas. Las ventanas del departamento se mantenían abiertas casi todo el día, dejando entrar la brisa tibia y el rumor lejano de la vida. Y dentro de esa luz, Sofía se sentía distinta. Más viva. Más ella.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.

La rutina en el colegio era una máscara pulida.

Intercambiaban palabras justas, algunas miradas breves. Ella le tenía prohibido mirarla como lo hacía en casa, como si le escribiera poemas con los ojos. A veces él lo olvidaba. Y ella también. Había momentos en los que las miradas se alargaban unos segundos más de lo necesario, y Sofía podía sentir el rubor encendiéndole la piel. Entonces bajaba la vista, como si eso pudiera ocultar lo que ambos sabían que estaba ocurriendo.

Pero en casa, todo era distinto.

El aire era más liviano, y aunque fingía molestia cuando él la mimaba más de la cuenta, la verdad era que ya no sabía cómo vivir sin esa calidez. Cada vez que él se marchaba, una parte de ella lo seguía hasta la puerta con una nostalgia anticipada.

Y sí, a veces se comportaba como una niña.

Le pedía que se quedara.

Que no se fuera.

Y él siempre asentía. Siempre.

Aun así, no podía pedirle más. Porque no se lo había prometido. Porque era ella la que lo había invitado a una casa que no prometía quedarse de pie mucho más tiempo. Él lo sabía, y no decía nada. Y eso era lo más difícil. Esa lealtad silenciosa. Ese amor que no reclamaba nada.

Gracias a esa paz que él trajo a su vida, había vuelto a escribir.

Páginas y más páginas. Algunas noches se quedaba hasta muy tarde con la lámpara encendida, el teclado vibrando como un corazón latiendo de nuevo. Y cada palabra que salía llevaba impresa algo de él, de su ternura, de su paciencia, de su forma torpe pero valiente de estar.

Y entonces llegó.

La respuesta.

Una notificación escueta. Un correo electrónico sin rodeos. El asunto bastaba: Felicidades, ha sido seleccionada.

Ni siquiera necesitó abrirlo.

Lo supo.

Lo había sabido desde que lo envió. Que lo ganaría. Porque este libro, como el de él, había sido una forma de amar.

Y sin embargo, cuando lo leyó, el corazón se le encogió.

Un mes.

Un mes.

Un mes era lo que le quedaba para vivir esta vida. Para compartir almuerzos con aroma a sopa y pan recién hecho. Para reírse en el sillón como si fueran dos adolescentes tardíos. Para besarlo en la frente y sentir que, aunque no se dijeran todo, ya todo estaba dicho.

Tomás no sabía aún.

Y no porque ella quisiera mentirle.

Sino porque no podía mirarlo a los ojos y decirle que se iría.

¿Cómo se dice adiós cuando el amor llegó tan tarde, pero justo a tiempo para florecer?

Miró el manuscrito de él, “Fuiste tú”, que aún descansaba sobre su escritorio. Le acarició la tapa con los dedos como si pudiera memorizar su tacto. Pronto tendría que hacer lo mismo con él. Memorizárselo.

Y aun así, una parte de ella decidió algo sin retorno.

Se entregaría por completo.

Como él.

Como ese chico que le cocinaba sopa para que no se enfermara, que secaba sus lágrimas en silencio, que nunca pedía nada y, sin embargo, lo daba todo.

Así, cuando se fuera, no habría arrepentimientos.

Porque todo lo que tenían, aunque breve, sería eterno en la forma más humana y real que conocía: el recuerdo.