Habían pasado dos semanas.
Sofía lo sabía.
Cada día que pasaba, lo sabía con más fuerza.
El reloj se había puesto en marcha desde el instante en que leyó el correo de aceptación. Pero solo ahora, dos semanas después, había reunido el valor para decírselo.
Esa noche, como tantas otras, Tomás cocinó para ella.
Había preparado una cena sencilla pero reconfortante, con ese cuidado que le era tan propio. Sofía comió poco. No por falta de hambre, sino por el nudo en el estómago que no la dejaba en paz. Él notó algo, claro, pero no dijo nada. Sabía esperar. Siempre lo hacía.
Después de cenar, mientras él lavaba los platos, ella se quedó de pie un momento en el umbral de la cocina, observándolo.
El sonido del agua, el vapor tibio subiendo por la loza, la imagen de su espalda… todo era tan cotidiano, tan perfecto en su simplicidad, que por un instante pensó en callar. No decirlo nunca. Desaparecer sin herir.
Pero no podía.
Él merecía la verdad.
Se acercó despacio.
Le rodeó la cintura por detrás con los brazos, y apoyó la frente en su espalda, justo entre los omóplatos.
Tomás se detuvo un instante, solo el leve tintineo de un plato al chocar con la loza marcó el silencio.
—Tengo algo que decirte. —murmuró Sofía, la voz pequeña, casi de niña—. Pero no te des vuelta, por favor… No me quiero arrepentir.
Tomás lo supo de inmediato.
Lo había intuido desde hace semanas. La forma en que ella lo miraba un poco más tiempo de lo necesario. Cómo a veces se quedaba callada después de reír.
Sabía que se iría. Solo no sabía cuándo.
—Me voy… en dos semanas. —dijo con un hilo de voz.
Su corazón se encogió.
Y, sin embargo, se sostuvo. Porque ella no debía verlo desmoronarse. No ella.
Dejó el plato con cuidado sobre la rejilla de secado.
El agua seguía corriendo.
—¿Puedo decir algo yo también? —preguntó él, sin girarse.
Sofía asintió contra su espalda, con un leve movimiento de cabeza, casi como si estuviera buscando refugio en él.
—Entonces… me quedan dos semanas para cuidar de ti.
Las palabras no eran grandes ni brillantes, pero fueron tan profundas que Sofía cerró los ojos y sintió que la respiración se le quebraba.
Él lo sabía. Y no se quejaba. Solo quería estar a su lado.
Porque, aunque Tomás no lo dijo, ella sabía que lo que callaba era aún más fuerte.
Sabía que la amaba.
Y lo sabía sin necesidad de palabras.
El agua dejó de correr.
Tomás cerró la llave, secó sus manos con calma, y se dio la vuelta.
Ella lo miró.
Los ojos le brillaban, pero no lloraba.
Y entonces él se acercó.
No para besarle la frente, como lo hacía siempre.
Esa noche fue distinto.
Tomás tomó su rostro entre las manos con una delicadeza temblorosa, como si sostuviera algo que no quisiera dejar caer.
Y la besó.
No con urgencia, ni con pena, sino con un amor tan contenido que parecía dolerle en los labios.
La besó con dulzura, como quien deja una promesa en la piel, como quien se despide con la esperanza de volver.
Como si su alma le hablara bajito al oído: Gracias por quedarte, incluso si ya te estás yendo.
Cuando se separaron, ninguno dijo nada.
Sofía apoyó de nuevo su frente contra su pecho, y él la rodeó con los brazos.
El tiempo ya estaba en cuenta regresiva.
Pero esa noche no.
Esa noche no había prisa.
Solo dos corazones abrazándose como si pudieran detener el mundo.