Las últimas semanas fueron las más dulces y las más amargas.
Y Sofía lo sabía desde el primer momento.
Desde que le dijo que se marchaba. Desde que lo sintió apretar sus manos con más ternura que fuerza. Desde que él, sin hacer preguntas, aceptó cuidar de ella con la misma paciencia de siempre. Como si su mayor dolor fuera verla partir sin haberle dado todo lo que podía ofrecer.
Y ella lo aceptó.
No había otra forma de decirlo: Sofía se dejó cuidar.
Lo permitió todo.
Desde las comidas hasta los silencios.
Desde los abrazos hasta los besos que, al principio, sintió que no debía darle, pero que luego no pudo evitar. Porque los deseaba. Porque, por primera vez en mucho tiempo, deseaba algo sin culpa.
Las mañanas llegaban con la luz filtrándose por la ventana y con el sonido de él en la cocina. Ese sonido se convirtió en hogar.
El tintinear de los cubiertos, el abrir de los armarios, el burbujeo del agua al hervir.
A veces lo espiaba desde el umbral de la cocina, como una niña con un secreto.
Otras veces se le acercaba por detrás y le rodeaba la cintura con los brazos, escondiendo la cara en su espalda, respirando el olor a jabón, a café y a calma.
Durante el día, él se quedaba mientras ella escribía.
Nunca decía nada. Solo estaba.
Sentado cerca, con un libro entre las manos o repasando sus notas. A veces tomaban té. A veces solo agua. Pero siempre compartían el aire, el tiempo, los gestos pequeños.
A veces, ella dejaba de escribir solo para tomarle la mano.
No era un gesto teatral ni romántico, era un gesto de ancla.
Como si su cuerpo le dijera "no te vayas todavía", aunque sabía que él no pensaba hacerlo.
No hasta el final.
Y se besaban.
Al principio fue torpe. Ella lo había evitado.
La culpa, el miedo, la diferencia de edad, su propio historial… todo eso era un muro.
Pero Tomás no derribó nada. Solo esperó.
Y cuando ella lo besó, la primera vez, fue como si algo se soltara dentro de ella.
Ya no había dudas.
No hablaban de amor.
No decían "te amo" en voz alta.
Pero el amor flotaba en el aire, en la forma en que él le acomodaba una manta sobre las piernas, en cómo ella le corregía un error en su cuaderno con una sonrisa cansada, en los paseos al mercado, en el que él cargaba siempre las bolsas más pesadas.
A veces compartían la comida como un rito.
Un trozo de pan que ella le robaba del plato, una cucharada que él soplaba para que no se quemara.
Se reían de cosas pequeñas. Se quejaban del calor que traía la primavera. Ella lo fastidiaba con que tenía que aprender a sazonar mejor las sopas, y él fingía que le ofendía.
Y a veces solo estaban en silencio.
Sentados uno al lado del otro en el sillón, sin tocarse, sin hablar.
Pero sintiéndose.
Contando los días.
Sin decirlo, pero sabiendo que lo hacían.
Las noches eran lo más difícil.
Porque en las noches el mundo se aquieta y la tristeza pesa más.
A veces ella fingía que se dormía primero. Solo para que él creyera que estaba tranquila.
Pero muchas veces, él lo sabía, porque le tomaba la mano bajo las sábanas y la acariciaba con los pulgares, como si pudiera sostenerla incluso dormida.
En otras, ella era quien no quería dejarlo ir.
Lo detenía justo antes de que se despidiera.
Solo decía “quédate” y él se quedaba.
A veces dormían tomados de la mano.
A veces ella escondía la cara en su cuello.
Y él le besaba la frente con esa ternura que no pedía nada, como si siempre la estuviera despidiendo un poquito.
El mundo afuera seguía girando.
Pero en ese rincón del universo, todo estaba suspendido.
Dos semanas.
Parecían mucho.
Parecían poco.
Sofía sabía que cuando se fuera, nada volvería a ser igual.
Pero también sabía que no habría arrepentimientos.
Porque, por primera vez, se estaba permitiendo ser feliz.
Y eso, en su vida, era algo muy parecido a un milagro.