Hasta que digas adiós (parte 19)

El último día amaneció claro, como si la primavera entera hubiera decidido ser benévola solo por unas horas.

Tomás llegó temprano al departamento de Sofía, como tantas veces, pero esa mañana llevaba consigo un pequeño regalo, sencillo y lleno de sentido: un pastel que ella adoraba —de esos que se había prohibido comer porque “engordan”— pero que él había comprado igualmente, porque sabía que ese día no era para prohibiciones. Era para regalarle dulzura, literal y simbólica.

Entró con sus propias llaves, esas que ella le había dado sin ceremonia, como si no fuera nada. Pero él las había guardado como un talismán.

Al entrar, el sonido de la maleta deslizándose por el piso fue lo primero que escuchó.

Sofía estaba de espaldas, arrodillada frente al closet, el cabello recogido en un moño desordenado, doblando la ropa con movimientos metódicos.

No lo escuchó llegar.

Tomás se detuvo en el marco de la puerta por un segundo, solo para mirarla.

—¿Eso es lo que vas a llevar? —preguntó con una sonrisa, sin anunciarse.

Sofía giró la cabeza, sorprendida, pero luego sonrió con suavidad.

—Viniste muy temprano.

—Tenía que asegurarme de que no olvidaras tus zapatos favoritos —bromeó, dejando el pastel sobre la mesa de la cocina—. Y… traje esto.

Ella lo miró, se puso de pie y se acercó a ver el pastel. Rio.

—Eres un idiota. Te dije que ese pastel me hace engordar.

—Por eso mismo. Hoy está permitido.

Durante los minutos siguientes, armaron la maleta entre los dos.

Él se agachaba para recoger cosas que ella dejaba sobre la cama, y de vez en cuando comentaba:

—¿Estás segura de que necesitas cuatro cuadernos?

—Sí.

—¿Y este abrigo?

—También.

Cuando por fin la maleta estuvo cerrada, él la tomó y la llevó hasta la entrada. Luego comieron juntos por última vez en esa casa.

El pastel, el té, un silencio cómodo entre ellos.

Hasta que Sofía, sin mirarlo directamente, habló:

—No me esperes, Tomás.

Él bajó la mirada. No parecía sorprendido, pero dolió igual.

—No sé cuándo volveré —continuó—. Sé que voy a volver, porque este es mi hogar… pero no puedo decirte cuándo. Y no puedo pedirte que pongas tu vida en pausa por mí.

Tomás asintió, y en su gesto no hubo reproche. Solo una calma fingida, el reflejo de alguien que se estaba conteniendo por amor.

—No te preocupes —murmuró—. ¿Me llamarás de vez en cuando? Solo para saber que sigues comiendo bien… que te estás cuidando, que sigues escribiendo.

Sofía tragó saliva, sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no dejaron caer ni una.

Solo apretó su mano.

Sabía bien que si le pedía que la esperara, él lo haría. Lo haría sin dudar.

Y si lo conocía tan bien como creía, aunque no lo dijera, también la esperaría, hasta que ella le dijera que ya no.

No porque fuera débil, sino porque era fiel.

Porque la amaba.

Tomás acarició su mano con el pulgar.

—Ve tranquila, todo irá bien.

Se puso de pie y la abrazó con fuerza, esa fuerza que se reserva para los abrazos que quieren durar para siempre.

Ella escondió la cara en su cuello, como si pudiera quedarse ahí. Como si el mundo se pudiera detener.

—Te amo, Sofía —susurró él, con voz quebrada.

Ella lo miró, como si esa frase la hubiera despertado por dentro.

Le sostuvo la mirada largo rato, y entonces respondió, sin temblores, sin medias tintas:

—Yo también. Te amo más de lo que crees.

La acompañó hasta el vehículo. Llevó su maleta, como había llevado tantas veces sus palabras, su cansancio, sus noches sin fe.

Y cuando ella lo miró, con esa expresión de “no quiero irme, pero debo”, ya no importó si alguien los veía.

Se besaron.

Fuerte, desesperadamente, con las manos de ella aferradas a sus brazos como si no quisiera soltarlo.

—Te amo —le repitió, antes de subir.

Quiso decirle que lo esperara.

Quiso decirle que volvería pronto.

Quiso decirle tantas cosas.

Pero no lo hizo.

Porque nunca le había gustado jugar con un futuro incierto.

Tomás se quedó de pie, viendo cómo el auto se alejaba.

Y aunque el corazón le dolía, no derramó una lágrima.

Porque ella no lo hubiera querido así.

Ella lo vio por el retrovisor.

Y pensó que, si alguna vez dudaba del amor, solo tendría que recordar la imagen de ese muchacho inmóvil, firme,