Los días comenzaron a caer uno sobre otro, lentos y pesados como hojas mojadas.
Afuera, la primavera florecía con fuerza, pero para Tomás, cada mañana parecía igual a la anterior. El sol brillaba, sí, pero la luz ya no alcanzaba ciertos rincones de su alma. El departamento de Sofía seguía esperándola, igual que él.
Las llaves descansaban en su bolsillo como un amuleto roto. Ella se las había dejado con una ligereza que no coincidía con el peso que significaban para él. Una promesa muda.
"No es para que entres cada día", le había dicho con una sonrisa, "solo por si algún día necesito volver y quiero que todo siga en su lugar".
Y él lo cumplía.
Cada tres o cuatro días, sin anunciarse, entraba al departamento como un fantasma amable. Limpiaba con calma, sacudía los muebles, abría las ventanas, cambiaba las sábanas. Lavaba sus platos aunque no los hubiera usado. Mantenía todo como a ella le gustaba: ordenado, con ese leve olor a lavanda que parecía flotar aún en el aire.
Pero lo más difícil era el silencio.
Después de dejar todo listo, sin falta, se sentaba en el sillón junto a la lámpara donde ella escribía. A veces tomaba uno de los libros que habían leído juntos, abría una página al azar, leía en voz baja… y luego lo dejaba caer sobre sus rodillas.
El impulso era automático: giraba la cabeza hacia el lugar donde ella solía estar, esperando encontrarla sentada, con una copa de vino en mano y esa sonrisa cansada que le iluminaba el día.
Pero nunca estaba.
Y entonces, el vacío lo golpeaba como una ola fría, lenta y total.
Una, dos, tres veces, se encontró a sí mismo llorando en silencio en ese lugar. No era un llanto desbordado, sino esa clase de llanto que se escapa con pudor, como si quisiera ser negado. Solo un par de lágrimas, apenas una respiración entrecortada.
La extrañaba.
La extrañaba con una intensidad que no sabía que podía sentir.
De vez en cuando, el teléfono vibraba. Sofía.
Un mensaje, breve, siempre con su tono liviano, como si supiera que si se detenía demasiado, dolería más.
“Hoy comí como reina. Estoy escribiendo tanto que ya casi ni salgo. Tú también estás escribiendo, ¿cierto?”
“Hoy llovió, y pensé en la sopa que hacías. La odio, pero la extraño.”
Él le respondía sin demora, con la misma ligereza que ella usaba. A veces incluso bromeaban. Pero lo que no decía, lo que nunca decía, era lo que sentía cuando entraba en ese espacio y no la encontraba. Cómo todo en ese lugar lo hacía buscarla. El cojín hundido donde solía dormir. La taza de té con su marca de labios, que no se atrevía a lavar del todo. El cuaderno a medio cerrar sobre el escritorio, como si fuera a volver en cualquier momento a continuar una frase.
Y aún así lo hacía todo.
Porque si alguna vez Sofía decidía regresar, aunque fuera por una noche, por una semana, por un solo día…
Él quería que ese lugar la recibiera como ella merecía.
Como un hogar que nunca cerró sus puertas.
Como un corazón que nunca dejó de esperarla.