Hasta que digas adiós (parte 21)

La ciudad era hermosa.

Las avenidas se extendían amplias y limpias, los árboles estaban en flor y el idioma que escuchaba en cada esquina era música extranjera. El aire olía distinto, a pan caliente, a hojas mojadas, a distancia. Todo era nuevo, todo era fresco.

Y sin embargo… no podía dejar de pensar en él.

Tomás.

Sofía caminaba cada mañana desde su nuevo apartamento hasta la biblioteca de la universidad. El cielo era siempre un poco más pálido que en casa, pero el sol más suave. En su escritorio de trabajo había empezado a apilar notas, ideas, párrafos. Escribía como si de pronto le hubieran devuelto la vida.

Y tal vez sí. Tal vez irse fue lo que necesitaba.

Pero cada noche, cuando apagaba la lámpara y se recostaba en la cama enorme de sábanas blancas, el vacío era más grande que la distancia.

Extrañaba sus manos.

No por lo que hacían, sino por lo que decían cuando la acariciaban con timidez, como si temieran romperla.

Extrañaba la forma en que Tomás cocinaba, como si cada plato fuera un acto de amor sin nombre.

Extrañaba la forma en que la miraba, como si en sus ojos se reconociera entera, completa, incluso en los días en que ella se sentía quebrada.

Extrañaba ese hogar que construyeron juntos sin decirlo.

A veces, abría su celular y le escribía:

“Estoy viva. Ya me acostumbré al café sin azúcar.”

“Hoy llovió, pero me faltó tu sopa.”

“¿Tú también me extrañas, mocoso?”

Luego se arrepentía y no enviaba nada. O lo borraba.

Pero otras veces, sí lo hacía. Y cuando él respondía —con esa ternura que lo desbordaba sin siquiera intentarlo—, el corazón le dolía un poco menos.

No se había atrevido a decirle cuándo volvería.

Porque no lo sabía. Porque tenía miedo de ponerle una fecha al adiós.

Y sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, él estaba ahí. No como un recuerdo que se disuelve con el tiempo, sino como una raíz que se aferra al alma.

La última noche juntos, la recordaba con dolor y con ternura. La forma en que él la había abrazado, sin pedir nada, solo sosteniéndola. El beso en sus labios que fue suave, lento y tan honesto, que por un instante creyó que el mundo se había detenido.

¿Cómo se sobrevive a eso?

¿Cómo se sigue viviendo después de haber conocido ese tipo de amor?

Sofía no tenía la respuesta. Solo sabía que estaba escribiendo más que nunca, que el proyecto que la trajo estaba saliendo bien, que su nombre comenzaba a sonar en voz alta.

Pero, a veces, entre una página y otra, el corazón se le arrugaba.

Y entonces pensaba en él, en su rostro callado, en sus manos largas, en su mochila vieja y en sus pasos cansados que siempre volvían por ella.

Lo que más temía, no era que él la olvidara.

Era que no lo hiciera.

Que siguiera yendo a su departamento, que siguiera cocinando en su ausencia, que siguiera esperando… sin decirlo. Sin pedirlo.

Y lo conocía tan bien.

Sabía que lo haría.

Cerró los ojos y apoyó la frente sobre la tapa de su cuaderno. Las palabras se desbordaban en su interior, como siempre que algo la dolía demasiado.

La libertad era suya ahora. El amor también.

Pero ninguna de las dos cosas la consolaba del todo.