Los últimos meses en el Big Root habían sido una batalla silenciosa. No de gritos ni de conflictos, sino de esfuerzo sostenido, de días largos y cansancio acumulado que se escondía bajo la piel. Tomás lo sabía bien. Lo sentía en los hombros al final del turno, en los pies adoloridos al llegar a casa, en las noches en que el sueño llegaba tarde porque su mente aún seguía resolviendo pedidos o repasando fórmulas matemáticas para preparar a Sunny.
Y, sin embargo, seguía.
Cada día, sin falta.
Porque algo dentro de él se había endurecido y, a la vez, iluminado.
Don Giorgio, que al principio se resistía a soltar la cocina, ahora salía antes, se tomaba más días libres. Cuando se cruzaban durante los cambios de turno, el viejo cocinero parecía más descansado, más sereno.
—Hoy está todo en tus manos, ragazzo —decía con una palmada suave en la espalda, y Tomás asentía sin pensarlo, como quien carga con algo que sabe que le pertenece.
Laura había dejado de fruncir el ceño cada vez que abría el computador con las cuentas. Después de meses ajustando gastos, cancelando deudas atrasadas y revisando precios con pinzas, las cifras comenzaban a calzar. Lo suficiente como para respirar sin ese peso punzante en el pecho. A veces, Tomás la encontraba revisando la contabilidad con una taza de té en la mano y algo parecido a una sonrisa en el rostro.
—Vamos avanzando —le decía ella, y aunque no lo dijera con entusiasmo desbordante, para él era suficiente.
Alelí, por su parte, ya no lucía ese gesto de estrés constante. Laura había contratado a una nueva mesera para repartir las cargas del salón, lo que significaba que Alelí ya no corría con la bandeja entre las mesas como si huyera de un incendio. Ahora tenía tiempo incluso para bromear, y a veces, en la cocina, se atrevía a canturrear fragmentos de canciones mientras ayudaba a montar platos en la barra.
Tomás sentía el pulso de ese lugar en cada movimiento, en cada pedido, en cada olor que impregnaba su ropa al volver a casa.
Y fuera del restaurante, seguía estudiando.
La prueba de admisión universitaria se acercaba como una tormenta lejana, y entre sus propios estudios, aún encontraba tiempo para ayudar a Sunny, que avanzaba más por su voluntad que por sus capacidades.
—Es como enseñarle a una pared —le dijo una vez a Amelie entre risas, y aunque exageraba, el cariño en su voz lo delataba.
Cada semana era una mezcla de rutinas agotadoras y momentos de alegría discreta.
El Big Root seguía vivo, latiendo con fuerza en medio de los días comunes.
Y Tomás también.
Más firme. Más maduro.
Cansado, sí, pero de pie.
Porque aunque la vida a veces parecía empujarle desde todos los ángulos, había aprendido a sostenerse, como había dicho don Giorgio una vez:
“Alguien tiene que permanecer firme cuando todo parece incierto.”
Y ahora, él era ese alguien.