Tomás casi habría olvidado el premio que había ganado si no fuera porque el galardón seguía sobre su escritorio, cubriéndose lentamente de una fina capa de polvo. Estaba ahí, inmóvil, como un testigo silencioso de todo lo que había cambiado desde entonces. Ya no lo miraba con emoción. A veces, apenas si lo notaba.
Sin embargo, aquella tarde, un correo electrónico lo sacó de su rutina.
“Estimado Tomás Lambert, nos complace informarle que la Editorial Élan ha decidido publicar Estaciones de Soledad. Si usted está de acuerdo, le enviaremos los contratos a su domicilio durante los próximos días para su revisión y firma.”
Se quedó unos segundos frente a la pantalla, sin parpadear.
Había olvidado la ilusión. Había olvidado el sueño.
Pero no olvidó responder.
"Sí."
Fue todo lo que escribió.
No necesitaba pensarlo demasiado.
Sabía que ese era el destino natural de un libro: llegar a las manos de otros, tocar vidas ajenas, abrir pequeñas puertas en el corazón de alguien más, como él mismo había sido tocado por otras historias antes.
Tal vez… "Fuiste tú" también merecería eso.
Algún día.
Sin pensarlo demasiado, le escribió un mensaje a Sofía.
No esperó respuesta. No la necesitaba.
“Acepté publicar Estaciones de Soledad.
Cuando esté publicado, revisa el epílogo.
Lo cambié antes de enviarlo.”
Fue un mensaje breve, pero contenía todo lo que debía decirse.
Quizás ella lo leería de inmediato, o tal vez semanas después. Pero cuando lo hiciera, sabría lo que él no se había atrevido a decir con palabras.
Esa noche, mientras todos dormían, abrió su cofre secreto. La vieja fotografía de su madre seguía intacta, con los bordes doblados por los años. Encendió la pequeña lámpara junto a la cama, como tantas noches anteriores, y se sentó a hablarle.
Esta vez, no le contó demasiado.
—Madre… parece que el libro va a salir. El primero —dijo en voz baja, con una sonrisa cansada—. No sé si valga la pena, no sé si lo leerá alguien, pero… está bien, ¿no? Hice lo que debía hacer.
Pasó los dedos por el borde de la foto, como si acariciara un recuerdo.
—Ella se fue —añadió después de un largo silencio—. Tal como dijiste que lo harían, esas personas que uno ama demasiado… vuelan. Pero me alegra haberla ayudado a volar. Eso… eso estuvo bien. Como dijo el profesor: alguien tiene que permanecer firme. Y aquí estoy.
Cerró el cofre con cuidado, sin ritual, sin ceremonia.
Había dolor, sí, pero también había paz.
La vida seguía su curso.
Él también.
Y ahora, sin darse cuenta del todo, había comenzado a escribir su siguiente estación.