Hasta que digas adiós (parte 25)

Sostenía el teléfono entre las manos, pero no marcaba. No había marcadores rápidos, ni mensajes escritos, ni siquiera un número reciente en su lista de llamadas. Habían pasado meses desde aquel festival, desde que la sonrisa amarga de Tomás la había atravesado como una daga. Y sin embargo, ahí estaba, incapaz de soltar esa sensación de vacío que él había dejado.

Había esperado que él llamara. Había imaginado varias veces cómo sería escuchar su voz otra vez, quizá incluso sentir el nerviosismo con el que siempre le hablaba. Pero con cada día que pasaba, entendía que no iba a hacerlo. Lo conocía demasiado bien como para seguir engañándose: Tomás no volvería a buscarla.

Y, en el fondo, sabía que no tenía derecho a culparlo. Había pensado que podía ayudarlo, hacerle ver el mundo desde un ángulo más luminoso, arrancarlo de esa oscuridad en la que parecía vivir. Pero ahora comprendía que sus intentos habían sido torpes, incluso crueles. "Quise darle felicidad y le dejé algo peor..."

Muchas veces sintió la necesidad de marcar su número, de decir algo, cualquier cosa. Pero cada vez que sus dedos rozaban la pantalla, el peso de la culpa le impedía seguir. ¿Qué podía decirle? ¿Que lo sentía? ¿Que no había sido su intención lastimarlo? Ninguna palabra cambiaría lo que había hecho. Era mejor dejarlo en paz, aunque ese silencio le doliera.

A veces, por las noches, repasaba mentalmente los momentos que compartieron. La primera vez que tomó su mano. La sonrisa tímida que había aprendido a apreciar. Su risa contenida. Pero esos recuerdos, en lugar de confortarla, solo le recordaban lo mucho que había roto sin querer.

Así pasaron los meses, con Soledad lidiando con un peso que nunca desaparecía del todo. Cada vez que pensaba en él, sentía el impulso de tomar el teléfono... pero al final, lo dejaba sobre la mesa, incapaz de enfrentar lo que había creado.