Hasta que digas adiós (parte 26)

Los días corrían como agua entre los dedos.

Entre la preparación para la prueba de acceso a la universidad, el trabajo en el Big Root y la escritura que lo acompañaba cada noche como una plegaria, Tomás casi no notaba el paso del tiempo. A veces se encontraba escribiendo hasta la madrugada, otras, sumido en libros de estudio, pero en el fondo sabía que estaba bien preparado. Había hecho lo que debía hacer.

Sunny pasaba de vez en cuando a estudiar con él, aunque estudiar con ella era más bien una mezcla de risas, distracciones y algunos repasos. Era como intentar dictarle una clase a un cachorro hiperactivo. Pero le alegraba el alma tenerla cerca, aunque le sacara canas verdes. Había crecido con ella, de alguna manera, y cuidarla era un acto de cariño tan natural como respirar.

Y entonces, sin darse cuenta, llegó su cumpleaños.

No lo esperaba, no lo celebraba desde hacía años. La fecha pasaba como una más, sin tortas ni velas, sin canciones desafinadas. No por tristeza, sino porque había aprendido a no esperar nada. Y ese año no parecía diferente.

Salvo por una cosa.

Sofía lo llamó.

Temprano en la mañana. Su voz, un susurro cálido al otro lado del teléfono, fue suficiente para que el día tuviera luz.

—Pensé que se me había pasado la hora —dijo ella, casi en broma—. No podía dejar de saludarte.

Él sonrió, sintiendo esa punzada familiar en el pecho. La extrañaba más de lo que podía decir.

—No necesitabas hacerlo… pero gracias. Era justo lo que quería.

Colgar fue difícil. Como si, al hacerlo, se terminara lo único real que tenía en ese día.

Pero lo que no esperaba era lo que ocurrió después.

Cuando bajó las escaleras de la casa, ya vestido, pensando en preparar el desayuno como cada día, se encontró con Daniela y Amelie, ambas en la cocina, esperándolo.

—¡Feliz cumpleaños, dormilón! —dijo Daniela, dándole un empujón cariñoso en el brazo.

—Pensamos que te gustaría desayunar acompañado —agregó Amelie, con esa expresión de aparente desgano que no podía ocultar del todo el cariño en sus gestos.

En la mesa había pan recién tostado, huevos revueltos y jugo natural. Nada sofisticado. Pero era la primera vez en años que no desayunaba solo en su cumpleaños, y eso lo golpeó con más fuerza de lo que hubiera imaginado.

—Gracias —dijo, con una sonrisa genuina—. En serio, gracias.

El día siguió su curso. Al Big Root llegó temprano como siempre.

No mencionó su cumpleaños, por supuesto. Nadie lo sabía… o eso pensaba.

Cerca del final del turno, cuando estaban recogiendo las últimas mesas, Laura se le acercó con una taza de café y una sonrisa ladeada.

—Feliz cumpleaños, Lambert —dijo, sin ceremonia.

Tomás la miró, sorprendido.

—¿Cómo lo supiste?

—Lo dice tu contrato, tontorrón. ¿Creías que no reviso lo que firmo?

Ambos rieron. Fue una risa liviana, de esas que no duran mucho pero alivian el pecho.

—Gracias, Laura. De verdad.

—No hay pastel ni globos —respondió ella, levantando las cejas—, pero puedes llevarte un panecillo recién horneado. Considera eso tu regalo de la casa.

Cuando el turno terminó, Tomás no volvió directamente a casa.

Se quedó vagando por las calles del centro, mirando los escaparates iluminados mientras la noche se asentaba lentamente sobre la ciudad.

Pasó frente a vitrinas de ropa, de tecnología, de juguetes que ya no le decían nada. Hasta que se detuvo frente a una librería.

Había algo especial en esos estantes iluminados. Los lomos de los libros alineados, las portadas coloridas, los carteles anunciando novedades.

Se quedó ahí, inmóvil, mirando a través del cristal, como si buscara algo que no sabía nombrar. Y pensó, por primera vez con realismo, que tal vez su libro estaría ahí algún día.

Estaciones de Soledad podría ocupar un rincón de esa vitrina, con su nombre escrito en letras pequeñas bajo el título.

Sonrió.

No todo era tan malo.

Pero el pensamiento se desvaneció pronto, sustituido por esa presencia ausente que se colaba en los huecos de su alma.

Sofía.

Cada vez más, su ausencia ocupaba más espacio del que la memoria podía contener. A veces la recordaba con alegría: sus bromas, su sarcasmo, la forma en que lo abrazaba por la espalda mientras él cocinaba. Otras, la extrañaba con una intensidad que le dolía físicamente.

Quería hundir el rostro en su cuello, sentir su aroma, el calor de su piel…

pero no podía.

Porque no sabía si volvería pronto.

Quizá un año.

Quizá dos.

O nunca.

Diecinueve años.

No era mucho para algunas cosas. Pero para él, que había conocido la soledad como una segunda piel, era una vida entera.

Y lo que había vivido con Sofía, con todo su caos, su ternura y su despedida, le había dado una nueva profundidad a esa soledad.

Una más densa. Más dulce. Más cruel.

Caminó de regreso a casa con paso lento, sosteniendo su panecillo envuelto en papel y el recuerdo de una voz que lo había saludado esa mañana.

Fue un buen cumpleaños, se dijo a sí mismo.

Y lo fue.

Pero también fue el más solitario de todos.

Y quizás, por eso mismo, fue imposible de olvidar.