El sonido del correo electrónico entrando en su bandeja no la sorprendió. Desde que estaba fuera, Sofía vivía atenta a mensajes importantes, invitaciones a lecturas, correcciones editoriales, detalles del premio que había recibido. Era parte de la nueva vida que había elegido —la vida que, en su juventud, había soñado y luego enterrado bajo capas de miedo y resignación.
Pero ese mensaje no venía de una editorial.
Venía de él.
Tomás.
“Acepté publicar Estaciones de Soledad.
Cuando esté publicado, revisa el epílogo, porque lo cambié antes de enviarlo.”
Lo leyó una vez. Luego otra. Y luego se quedó mirando la pantalla en blanco, como si las palabras flotaran aún en el aire.
El corazón le palpitaba con fuerza, con un eco que se expandía en su pecho, un eco antiguo, lleno de emociones que no se habían apagado ni con la distancia, ni con el paso de los días.
Estaba feliz por él, claro que lo estaba.
Había visto cómo creció esa historia, cómo la corrigieron, cómo la pulieron, cómo él le dio forma hasta que fue suya, profundamente suya. Había sido testigo de cada palabra. De cada noche en vela. De cada emoción vertida entre las líneas.
Pero ahora… era real.
Sería publicado.
Sería leído.
Y lo más importante: el epílogo.
Se llevó la mano al pecho, como si pudiera contener el impacto que esas palabras provocaban.
Había algo en cómo él lo decía. En esa forma suave, casi indiferente, en la que soltaba las bombas más significativas de su vida. Así había sido siempre. Nunca insistía, nunca presionaba. Solo entregaba, y esperaba.
Ella se recostó en el sillón de su pequeño departamento temporal. Desde la ventana, el atardecer coloreaba los tejados de la ciudad con tonos cálidos, como si el mundo allá fuera estuviera en calma, en contraste absoluto con la tempestad que rugía dentro de ella.
¿Qué había escrito en ese epílogo?
Podía imaginarlo.
Podía temerlo.
Porque si lo conocía, y lo conocía mejor que nadie, ese epílogo no sería solo un cierre literario. Sería una despedida. Una última caricia escrita con tinta. Un adiós disfrazado de belleza.
Y sin embargo, no lo abriría aún.
No quería leerlo en ese instante, no porque no lo mereciera, sino porque necesitaba estar lista. Necesitaba tiempo para sentarse y dejar que lo que encontrara ahí la golpeara de frente, sin testigos, sin distracciones, sin máscaras.
Respiró hondo.
Aquel mensaje le recordó muchas cosas.
La forma en que él la miraba mientras ella escribía.
El modo en que preparaba el desayuno como si fuera lo más natural del mundo.
Su voz susurrando “te quiero” cuando creía que ella ya dormía.
La forma en que jamás pidió nada a cambio, y sin embargo lo había dado todo.
Y también recordó lo más duro:
que ella se fue.
Que él la había dejado ir sin reproches, sin ruegos, con esa serenidad que escondía un amor tan grande que no necesitaba condiciones para existir.
A veces, cuando se permitía cerrar los ojos, todavía podía sentir su abrazo.
Todavía podía escuchar el timbre de su risa.
Y en los peores días, cuando las palabras no fluían, cuando el insomnio la visitaba como un fantasma, lo único que deseaba era retroceder el tiempo y volver a aquella rutina silenciosa que compartían. A la sopa caliente. A las manos entrelazadas. A la ternura sin ruido.
“Estaciones de Soledad…”
El título no podía ser más preciso.
Porque aunque ella estaba cumpliendo su sueño, aunque estaba por publicar también, aunque todo parecía ir en la dirección correcta, nada llenaba ese espacio.
El espacio de él.
Se sentó frente a su escritorio. El manuscrito que escribía estaba a medio camino. A veces avanzaba con fuerza, otras lo abandonaba por semanas. Pero ahora, algo en ella se encendió de nuevo.
Quizá era momento de terminarlo.
De contar la historia que vivieron.
De contar lo que significaba amar así, con los días contados.
Y despedirse sin rabia, solo con gratitud.
Tomó la pluma.
Y escribió solo una frase en la primera página, como título:
“Los días en que te amé.”
Luego miró su teléfono, y sin pensarlo, le envió un último mensaje esa noche:
“Cuando lo lea, te escribo.
Prometo hacerlo con calma.
Prometo no llorar demasiado.”
Y, como si él pudiera escucharla, como si sus palabras atravesaran la distancia, Sofía susurró:
—Te amo todavía, mocoso tonto.
Entonces volvió a escribir.
Porque el amor, como las historias verdaderas, no se apaga.
Solo cambia de forma.
Y ella… lo llevaba consigo a donde fuera.