Hasta que digas adiós (parte 28)

La ciudad aún estaba dormida cuando alguien golpeó a la puerta del departamento.

Sofía, en pijama y con una taza de café a medio terminar entre las manos, frunció el ceño. No esperaba a nadie. Rara vez alguien venía sin avisar. Se acercó a la puerta con cierta desconfianza y miró por la mirilla.

Un repartidor.

—¿Sofía Garay?

—Sí… soy yo.

—Esto es para usted —dijo, extendiéndole un paquete rectangular y alargado.

Ella lo tomó. Era liviano, pero firme. Lo reconoció incluso antes de mirar la etiqueta.

Un libro.

El papel que lo envolvía no tenía remitente visible, pero en cuanto sus dedos rozaron la textura del cartón, supo quién lo había enviado.

Tomás.

El corazón se le apretó sin motivo aparente. Cerró la puerta y caminó lentamente hacia su escritorio. El café humeaba aún, pero ya no le importaba. Se sentó. Pasó los dedos con cuidado por la superficie del paquete, como si fuera algo frágil.

Lo abrió con delicadeza.

Dentro, con su portada tan familiar como la piel de una vieja herida, estaba el ejemplar empastado de “Estaciones de Soledad.”

Era la edición publicada.

La oficial.

La real.

Sus dedos temblaron mientras lo sostenía, y una punzada de emoción le recorrió el pecho. Lo volteó. No había nota. No había tarjeta. Solo el libro.

Pero no lo necesitaba.

Sabía lo que venía dentro.

Abrió la primera página, la revisó con un cuidado reverencial, casi como quien vuelve a tocar un recuerdo guardado en lo más profundo. Pasó lentamente por las dedicatorias, por la introducción. Su mirada se detuvo en el inicio del epílogo. Sintió cómo la sangre le palpitaba en los oídos.

“Sofía, si algún día lees esto, entonces estás leyendo la versión publicada.

Gracias por haber sido parte de cada palabra.

Este epílogo es para ti.”

Sus manos cubrieron sus labios. La respiración se le quebró.

Pasó la hoja, y comenzó a leer.

Cada línea hablaba de lo que vivieron.

No con nombres, no con fechas, no con momentos explícitos.

Pero con verdad. Con ternura. Con una sinceridad tan luminosa que dolía.

Él hablaba de una mujer que renació, que volvió a escribir, que volvió a vivir, y de un muchacho que estuvo ahí para sostenerla cuando ni ella sabía que quería ser sostenida. Hablaba de los días de sopa, de las noches de silencio compartido, de los libros, de los vinos, de los besos furtivos que no eran parte de ninguna historia y, sin embargo, lo eran todo.

Y cerraba así:

"Quizá no supe decir todo lo que sentía cuando aún estabas.

Quizá nunca supe si era correcto hacerlo.

Pero en cada línea que he escrito desde entonces, estás tú.

No sé si volverás.

No sé si algún día leerás esto desde el lugar en el que estás.

Pero si lo haces, solo quiero que lo sepas:

Gracias por salvarme.

Gracias por amarme, aunque fuera por poco tiempo.

Yo también te amé.

Y lo haré siempre."

Sofía soltó el libro y se cubrió el rostro. Lloró en silencio, como si cada palabra hubiera encontrado un rincón exacto en su pecho y lo hubiera llenado de luz, de gratitud, y de una tristeza tan hermosa que no podía evitar.

Se quedó así por un buen rato.

Con el libro abierto sobre su regazo, las lágrimas cayendo sin vergüenza, y el corazón latiendo con la fuerza de algo que nunca desapareció.

Entonces se incorporó, tomó su celular y escribió un mensaje.

Solo uno.

"Lo leí.

Gracias por amarme.

Yo también te llevo conmigo."

Luego apoyó el libro en su pecho, cerró los ojos, y por primera vez desde que se había marchado, no se sintió tan lejos de casa.