El cielo estaba despejado, pero el viento de principios de otoño ya comenzaba a anunciar su llegada. Las hojas secas crujían bajo los pies de Tomás mientras atravesaba el sendero del Parque Memorial. El silencio del lugar no era frío ni solemne, sino apacible, como una pausa larga en medio de un día cualquiera.
Caminó sin prisa, sosteniendo un pequeño ramo de gerberas anaranjadas y blancas entre las manos. Las mismas flores que había dejado tantas veces en la tumba de su madre. Las mismas que hablaban, sin decir nada, de amor, gratitud y despedidas suaves.
Se detuvo frente a la lápida que ya conocía de memoria.
"Emanuel Krikket.
Padre. Profesor. Amigo.
Gracias por cada palabra que dejaste en nosotros."
Tomás sonrió con tristeza y se agachó con cuidado.
Dejó el ramo con delicadeza junto a la piedra. Luego, sacó algo envuelto en papel de su bolso y lo apoyó también sobre la tumba.
Una copia de su libro.
La edición publicada de “Estaciones de Soledad.”
—Sé que te dije que este libro era para ella… —murmuró—, pero también era para ti, profesor. Sin ti, jamás habría existido.
Se quedó en cuclillas unos segundos más, en silencio. El viento le desordenaba el cabello y el cuello del abrigo, pero no se movió.
—He seguido adelante… —continuó—. Entré a la universidad. Literatura. Tal como tú me dijiste una vez, que no le temiera a eso. Y sí… sigo trabajando en el Big Root, claro. Don Giorgio se lo toma con más calma ahora, aunque no lo admite del todo. Laura dice que va a comenzar a expandir el negocio. Y yo… bueno, yo sigo escribiendo. Como siempre.
Miró al horizonte por un momento. Había un roble no muy lejos, que ya comenzaba a teñir sus hojas de rojo.
—Gracias por haberme escuchado. Por confiar en mí cuando ni yo sabía en qué dirección iba. Pero sobre todo —su voz se quebró apenas, aunque sonrió al decirlo—, gracias por Sofía.
Sé que no fue planeado. Pero usted fue el primero que lo vio. El primero que nos miró con esa cara suya que lo decía todo sin necesidad de hablar.
Se sentó sobre el césped, frente a la lápida, con los brazos sobre las rodillas.
—Ella… ella se fue. Hace ya unos meses. Ganó ese premio literario y ahora está en el extranjero. La ayudaste a volver a escribir, a volver a respirar. ¿Sabes? A veces creo que me amó como yo la amé. Y otras veces… simplemente me basta con haberla conocido.
No sé si va a volver. Y, aunque una parte de mí la esperaría siempre, también entiendo que ella tenía que volar. Lo dijiste tú: uno debe aprender a dejar ir a los que ama.
Tomás bajó la mirada al libro.
—Pero la historia está aquí. Lo que vivimos. Lo que aprendí contigo. Lo que ella me enseñó. Todo está aquí, en estas páginas.
Y me alegra que puedas tenerlo. Que lo veas, aunque sea desde donde estás.
Sus dedos tocaron la portada una última vez.
—Es extraño. Nunca pensé que estaría de pie aquí, después de todo.
Y, sin embargo, me siento en paz.
No tengo miedo de lo que viene.
Solo… ojalá pudiera compartirlo contigo una vez más.
Una taza de café barato, una conversación larga, y esa forma que tenías de mirar con esos ojos tuyos como de abuelo que lo sabe todo.
Se puso de pie lentamente, respiró hondo.
—Gracias, profesor. Por la bondad, por los silencios, por hacerme sentir visto cuando más lo necesitaba.
Y por recordarme que, a veces, alguien solo necesita que lo escuchen para encontrar su camino.
Le acomodó un poco el ramo que se había ladeado por el viento.
—Te traje flores. No es gran cosa. Pero al menos… no son un adiós.
Tomás retrocedió un paso. Se mantuvo firme por unos segundos más.
Luego se giró.
Y sin mirar atrás, se marchó.
La brisa otoñal removió con suavidad las páginas del libro sobre la tumba, como si alguien invisible las acariciara con delicadeza.
Como si el profesor, en algún rincón del tiempo, hubiera comenzado a leer.