Epílogo (parte 1)

Soledad caminaba apurada por las aceras abarrotadas de la ciudad. Había salido tarde del trabajo, y el día se le había escurrido entre las manos como arena. Cuando dobló la esquina hacia la parada de buses, algo llamó su atención: una figura familiar, esperando bajo la sombra del paradero, con una mochila al hombro y la mirada perdida.

Su corazón dio un vuelco. Tomás.

Por un instante, el mundo se detuvo. La gente a su alrededor, el ruido de los motores, incluso el tic-tac del semáforo parecieron desvanecerse. Era él, pero al mismo tiempo no lo era. Su cabello estaba un poco más largo, su postura un poco más erguida, pero había algo en su rostro que seguía siendo inconfundible: esa mezcla de melancolía y fortaleza que siempre había llevado consigo.

Sin pensarlo dos veces, Soledad comenzó a caminar hacia él. Al principio, sus pasos fueron titubeantes, pero luego se hicieron más firmes, casi una carrera. Ni siquiera sabía qué iba a decirle si lo alcanzaba. "Hola, ¿cómo estás? Perdón. Te extraño." Ninguna palabra parecía suficiente, pero aun así sentía que debía intentarlo.

Cuando estuvo a unos pocos metros, el bus llegó. Vio cómo Tomás subía con pasos lentos, como si no tuviera prisa por llegar a ninguna parte. Quiso gritar su nombre, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Solo pudo quedarse de pie, viendo cómo el bus arrancaba lentamente.

Sin embargo, antes de que el vehículo se perdiera en la distancia, Tomás giró la cabeza hacia la ventana. La miró por un breve instante, y en sus labios se dibujó una sonrisa apenas perceptible. No era una sonrisa amplia ni cálida, pero tampoco había rencor en ella. Era algo tenue, casi triste, había melancolía en ella, pero sincera.

Soledad se quedó inmóvil en la acera, con los ojos fijos en el bus que desaparecía entre el tráfico. Una lágrima le resbaló por la mejilla, pero esta vez no era de culpa ni de dolor. Quizá, solo quizá, esa sonrisa había sido un perdón. Y aunque nunca escucharía las palabras, prefirió pensar que era así.