El sol de la tarde entraba por la ventana del departamento, cálido y sereno, bañando de luz los muebles cubiertos de polvo que Tomás había limpiado con dedicación. Había abierto las ventanas para ventilar el aire dormido, como hacía cada vez que venía, aunque nadie más pisara ese lugar en meses. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el del limpiador de madera y un leve rastro de lavanda.
Había puesto una taza sobre la mesa del comedor y otra junto a la suya, por costumbre, por necedad… o por cariño. No sabía exactamente por qué, pero cada vez que venía a limpiar, dejaba una taza para ella.
Por si volvía.
Dos años habían pasado desde su partida. Dos años en los que él había seguido con su vida, con sus estudios, con sus escritos. A veces feliz, otras veces lleno de una nostalgia serena, como quien recuerda una canción hermosa que ya no suena. No la esperaba cada día, pero jamás dejó de pensar en ella.
Estaba en su habitación, acomodando los libros en la estantería con cuidado, cuando lo escuchó.
El sonido de una llave girando en la cerradura.
Se quedó inmóvil.
No era posible.
Su corazón comenzó a latir con fuerza, tanto que sintió el pulso retumbarle en los oídos. Salió al pasillo con pasos lentos, contenidos, casi temiendo que fuera una ilusión.
Y entonces la vio.
Ahí estaba.
Sofía.
De pie en el umbral, sujetando la manija de la puerta, con una maleta pequeña a un lado y los ojos brillando de emoción contenida. El cabello algo más largo, la piel ligeramente tostada por el sol, y una sonrisa que le rompió todas las defensas.
—Hola —dijo ella, casi en un susurro—. ¿Hay café?
Tomás no pudo hablar de inmediato. El pecho le dolía de tanto contener la emoción. Dio un par de pasos hacia ella, lento, como si no quisiera que el momento se rompiera.
—Siempre hay café —logró decir al fin.
Ella dejó caer la maleta al suelo, sin preocuparse por nada más. Sus pasos se encontraron a mitad del pasillo. Y entonces se abrazaron.
No hubo palabras.
No hubo preguntas.
No hubo explicaciones.
Solo un abrazo largo, fuerte, tibio. Un abrazo que contenía todos los silencios, todos los días, todos los pensamientos que se habían cruzado entre ellos durante ese tiempo. El mundo desapareció en ese instante, y el único sonido que permanecía era el de sus corazones, latiendo al unísono.
—Volví —susurró ella, con la voz quebrada—. No sé por cuánto. No sé cómo será todo. Pero volví.
Tomás la sostuvo con más fuerza. Cerró los ojos y acarició su espalda con la misma delicadeza con la que uno acaricia un recuerdo querido que por fin se vuelve real.
—Estás en casa —le respondió—. Eso es todo lo que importa.
Y ella, sin soltarlo, apoyó su frente contra su pecho. Por un instante, no fueron ni escritor ni profesora, ni pasado ni futuro. Solo fueron ellos, con todo lo vivido a cuestas, pero con el alma intacta.
El café se enfriaba sobre la mesa.
Pero a ninguno le importó.