Capítulo 4: Enterrada viva

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Año 1876. Natasha Volkova tenía 30 años y ya era temida por muchos. Su nombre representaba muerte para los ricos y un problema sin solución para los agentes de la ley. Pero esta vez, fue atrapada. No porque cometiera un error, sino porque la traicionaron y estaba pasando por la pérdida de su esposo.

No la llevaron a prisión. No intentaron juzgarla. Querían verla sufrir.

La Tortura y el Encierro

Los agentes corruptos que la atraparon no perdieron tiempo. La golpearon brutalmente, turnándose para destrozarla. Cuando Natasha cayó al suelo, uno de ellos la pateó en las costillas con tanta fuerza que sintió cómo algo en su interior se rompía.

Entre risas, uno de los agentes escupió cerca de su rostro.

—Dicen que nada puede matarte, Volkova. Veamos si esto es cierto.

Fue entonces cuando la llevaron al cementerio. Un ataúd sin nombre esperaba junto a un hoyo recién cavado.

La arrojaron dentro con las muñecas y los tobillos atados con cuerdas gruesas. El interior era sofocante. La madera crujió bajo su peso, oscura, cerrada, un ataúd sin adornos. No era una tumba con dignidad, era una sentencia cruel.

Natasha intentó forcejear, pero su cuerpo apenas respondía por la cantidad de golpes recibidos.

—¿Alguna última palabra? —preguntó uno de los hombres con burla.

Natasha, con el rostro hinchado y ensangrentado, solo escupió en su dirección.

—Hijos de puta.

Las risas fueron lo último que escuchó antes de que la tapa del ataúd se cerrara sobre ella. Clavaron la tapa con fuerza. Uno, dos, tres, cuatro golpes.

Y luego, el sonido de la tierra cayendo sobre la madera.

El Infierno en Vida

El silencio en el ataúd era sepulcral. Natasha sentía la tierra golpear la tapa, el peso aumentando, cada palada robándole el poco aire que quedaba.

Respiró hondo, tratando de no entrar en pánico. Pero el oxígeno era limitado.

Con los brazos y piernas atadas, moverse era casi imposible. Pero Natasha no iba a morir así. No después de todo lo que había sobrevivido.

Comenzó a rozar la cuerda contra el borde afilado de su bota, el único lugar donde sabía que podía desgastarla. El proceso fue lento, desesperante. Cada segundo contaba.

Cuando al fin sus muñecas quedaron libres, el siguiente problema fue el ataúd en sí. Empujó con todas sus fuerzas, pero la tierra pesaba demasiado.

Casi no le quedaba aire.

Sacó su cuchillo de la bota con dificultad y comenzó a apuñalar la tapa del ataúd. Una, dos, tres veces. La madera era gruesa, pero con cada golpe, las grietas se hacían más grandes.

Finalmente, un pequeño agujero se abrió. Tierra comenzó a caer dentro, pero eso era lo que Natasha quería. Usó la misma tierra que caía para empujar y moverse hacia arriba. No se detenía.

Sus pulmones ardían. Su cuerpo estaba al borde del colapso. Pero no se rindió.

Cuando al fin su mano atravesó la superficie, sintió el aire helado de la noche. Estaba viva.

Con su última pizca de fuerza, sacó su cuerpo de la tumba y cayó de rodillas, jadeando.

La luna iluminaba el cementerio. Sangre, tierra y sudor cubrían su cuerpo. Pero Natasha no miró atrás.

Solo tenía un pensamiento en la mente:

"Voy a matarlos, hijos de perra."