Capítulo 6 (capítulo especial)

El Hambre y la Opulencia

La ciudad resplandecía bajo la luz de los faroles de gas, iluminando calles de piedra donde las sombras se alargaban en la noche. En el barrio rico, las mansiones se alzaban como castillos modernos, con sus ventanas brillando con la calidez de la opulencia. Dentro de una de ellas, la música de un piano flotaba en el aire, mezclándose con las risas y el sonido de copas de cristal chocando entre sí.

Desde el tejado, Natasha observaba.

Había seguido a este hombre durante semanas. Su nombre era Edmund Blackwood, un industrial que se había enriquecido explotando trabajadores y sobornando a jueces. Había cientos como él, pero esta noche, él era su objetivo.

Natasha descendió con la agilidad de un gato, colándose por una ventana del tercer piso. Nadie la vio. Se deslizó por los pasillos, oculta entre las sombras, mientras observaba a los invitados: hombres con trajes caros, mujeres con vestidos adornados con joyas que podían alimentar a una familia durante años.

Su mirada se detuvo en una mesa repleta de comida. Había caviar, carne asada, frutas exóticas traídas de tierras lejanas. Y entonces recordó.

Recordó el hambre.

Recordó las noches en su infancia en las que su padre le decía que no tenía más que un pedazo de pan para compartir. Recordó el frío en los huesos, el estómago vacío. Recordó ver a otros niños morir de hambre mientras los ricos pasaban en carruajes dorados, sin siquiera mirarlos.

Un joven sirviente pasó junto a la mesa. Su uniforme estaba raído, y aunque su rostro intentaba permanecer serio, su mirada se desviaba hacia la comida con deseo. Natasha lo vio tragar saliva antes de continuar con su trabajo.

Ese era el mundo de los millonarios. El mundo donde algunos comían hasta vomitar mientras otros se morían de hambre en la calle.

Y Natasha lo odiaba.

Blackwood estaba en su despacho, fumando un puro mientras revisaba documentos de su empresa. Probablemente despidos, reducciones de salario, acuerdos corruptos con el gobierno. Ni siquiera levantó la vista cuando Natasha entró.

—Dije que no me molesten —murmuró sin voltear.

Natasha cerró la puerta con calma.

—No soy una sirvienta —dijo en voz baja.

Blackwood giró de inmediato, su expresión pasando del enfado a la sorpresa. Su mirada se posó en la pistola que Natasha tenía en la mano, pero no gritó. Los hombres como él creían que el dinero los hacía invencibles.

—¿Quién eres? —preguntó, apoyándose en el escritorio.

—Soy el precio que debes pagar.

Blackwood rió, como si la idea de que alguien lo considerara un villano fuera absurda.

—¿Precio? Querida, la gente como yo no paga. Nosotros ponemos el precio a todo.

Natasha ladeó la cabeza.

—¿Incluso a la vida de tus trabajadores? ¿A la vida de los niños que mueren de hambre mientras tú te llenas la boca de carne importada?

Blackwood chasqueó la lengua.

—¿Y qué crees que cambiará matándome? Otro tomará mi lugar. Siempre lo hacen.

—Lo sé —susurró Natasha—. Pero al menos tú no disfrutarás más de este mundo.

Blackwood intentó correr hacia un cajón —seguramente donde guardaba un arma— pero Natasha disparó primero.

El hombre se desplomó sobre su escritorio, su sangre manchando los papeles con los que había construido su imperio. Natasha se acercó y, con una mueca de asco, tiró su puro aún encendido sobre los documentos. La llama empezó a devorar las mentiras y la corrupción.

Antes de marcharse, Natasha pasó por la mesa de comida y dejó caer platos al suelo. Un gesto pequeño, inútil quizás, pero suficiente para demostrar su desprecio.

Salió al callejón trasero y, antes de desaparecer en la noche, dejó caer un puñado de monedas en la mano del joven sirviente.

—Para que esta vez no tengas que ver la comida desde lejos —murmuró.

Y con eso, se perdió en la oscuridad, dejando atrás una mansión en llamas y un mundo que, por una noche, había perdido a uno de sus amos.