Elizabeth McGuire siempre había sido elegante. Incluso ahora, rodeada por el olor a sangre y polvo, seguía conservando esa postura altiva, como si el mundo aún le debiera algo. Su vestido, aunque manchado, tenía el corte fino de las ciudades, y su cabello estaba peinado como si hubiese asistido a una gala, no a su juicio final.
Natasha la encontró en una vieja casona en ruinas, donde los ecos del pasado parecían susurrar entre las paredes. Elizabeth la esperaba sentada en una silla, con las piernas cruzadas, como si nada de lo que había hecho mereciera castigo.
—Sabía que vendrías —dijo con voz tranquila.
Natasha no respondió. Caminó lento, sus pasos pesados resonando en el suelo de madera. Llevaba consigo su arma enfundada, pero no la había tocado. Aún no.
—Natasha, escúchame. Lo que pasó en tu boda… no era lo que queríamos.
—¿Queríamos? —interrumpió ella, con una voz fría como la muerte.
—¡Tú nos dejaste! Te enamoraste, comenzaste a soñar con una vida que no tenía nada que ver con nosotras. —Elizabeth se levantó de golpe—. ¡Nos abandonaste! Yo… yo te cuidé, estuve siempre contigo. ¡Pero tú…!
—¿Por eso mataste a mi esposo? —la cortó Natasha, sus ojos encendidos—. ¿Por eso dejaron que me arrastraran como una muñeca mientras reían?
Elizabeth guardó silencio. Bajó la mirada. Su rabia se diluía en culpa, o al menos en lo que parecía una buena actuación de culpa.
—Yo no lo sabía… no pensé que llegarían tan lejos…
—No lo detuviste.
El silencio se volvió denso. Natasha dio un paso más, quedando a solo unos metros de su antigua amiga.
—Éramos hermanas, Elizabeth. Tú decías eso. Hermanas.
—¡Y lo éramos! Pero tú cambiaste, Natasha. Quería que volvieras. Quería que entendieras que tú no eras una esposa feliz en una casita… ¡Tú eras fuego! ¡Tú eras reina!
Natasha soltó una carcajada amarga.
—¿Y por eso quemaste todo lo que me hacía feliz?
Elizabeth la miró, sus ojos vidriosos. Algo dentro de ella parecía querer pedir perdón, pero no sabía cómo. Natasha, en cambio, ya no quería oírlo.
—Hay heridas que no sanan, Elizabeth —dijo, desenfundando su arma—. Y tú abriste la peor de todas.
El disparo retumbó en la vieja casona como un trueno en una tormenta lejana. Elizabeth cayó al suelo con gracia involuntaria, como si la muerte también le tuviera respeto.
Natasha se quedó ahí, en silencio, mirando el cuerpo de quien una vez fue su amiga más cercana. No sintió alivio. Solo el peso de otra traición sepultada.
Salió sin mirar atrás. Aún quedaban cuatro.