Utopía distopica

Carlos caminaba con la cabeza baja, siguiendo la línea blanca que se extendía bajo sus pies como un sendero invisible. Su mente seguía atrapada en un remolino de dudas. ¿Qué estaba pasando realmente? Nada de lo que había experimentado en las últimas horas tenía sentido. Decidió enviarle un audio a su madre desde el dispositivo holográfico de su brazo, intentando no preocuparla.

—Hola, mamá. Saldré a desayunar con unos amigos. No te preocupes, estaré de vuelta más tarde.

Mientras el mensaje se enviaba, Carlos levantó la mirada. Frente a él se alzaban edificios blancos y celestes, adornados con plantas que caían como cascadas desde los balcones y terrazas. Los cantos de los pájaros resonaban entre las calles, llenando el aire con una melodía conocida y reconfortante. Por fin, algo que no había cambiado en esta nueva y absurda versión de su vida.

Suspiró con alivio. Aunque el mundo parecía haber dado un giro inesperado, al menos su ciudad seguía siendo la misma que recordaba: luminosa, ordenada y llena de vida. Esa pequeña constante le dio un respiro.

Tras caminar unos minutos, llegó a la parada del tren Mars 5, el transporte más rápido del mundo. Este tren no solo conectaba distintas partes de la Tierra, sino que también viajaba hacia Marte, específicamente a la ciudad de New Mars York, en una fracción del tiempo que cualquier otro medio necesitaría. Frente a la estación, la línea blanca que Carlos seguía de repente cambió de color, tornándose roja.

Carlos se detuvo, mientras escuchaba el rugido del tren aproximándose. Levantó la vista justo a tiempo para verlo. El Mars 5 pasó a toda velocidad, ejecutando elegantes piruetas en el aire. Su diseño aerodinámico brillaba con reflejos metálicos bajo el sol, y las maniobras eran tan precisas que parecía una danza mecánica. Tras varias acrobacias, el tren frenó suavemente frente a la estación, permitiendo que los pasajeros subieran y bajaran con rapidez. Apenas se retiró, la línea bajo sus pies volvió a ser blanca, indicando que debía continuar.

Carlos recordó que nunca se había subido al tren,¿Quizás algún día? Se dijo a sí mismo.

Mientras cruzaba la calle, una voz alegre lo detuvo de repente.

—¡Hola! ¿Ya probaste el almuerzo especial de Don Dino? Hoy tenemos grandes ofertas —dijo una joven rubia que se plantó frente a él con una sonrisa desbordante.

La chica agitaba un cartel holográfico con ofertas de comida, moviéndolo de un lado a otro con entusiasmo. Vestía una camisa blanca con el logotipo del restaurante y una falda negra que le daba un aire juvenil. A simple vista, parecía una promotora como cualquier otra, pero Carlos notó algo peculiar: un código tatuado en su cuello, justo debajo del logo de una empresa, RobAdEntertainment.

Era evidente. La chica no era humana. Ese tatuaje era la única forma en que la sociedad distinguía a los robots de las personas reales. Sin él, habría sido casi imposible diferenciarlos. Carlos forzó una sonrisa incómoda, incapaz de ignorar el leve enojo que le provocaba. Se apartó rápidamente y siguió su camino sin decir una palabra, estás cosas siempre interrumpiendo pensó, algo que Carlos recordaba bien es que los robots igual que a la mayoría de la sociedad no le caían muy bien.

Unos metros más adelante, escuchó un ruido y giró la cabeza. Un grupo de adolescentes se acercaba en un coche flotador, riendo a carcajadas. Uno de ellos lanzó un chicle hacia la chica robot, que quedó pegado en su cabello sintético.

—¡Ja! ¡Perdedora! —gritó el chico mientras el coche se alejaba a toda velocidad.

Carlos observó la escena. La chica se quedó quieta por un momento, luego levantó las manos y comenzó a intentar despegarse el chicle con torpeza. Su rostro mostraba algo que parecía tristeza. Carlos se detuvo, preguntándose si debía ayudarla. Pero luego desechó la idea rápidamente. Es solo un pedazo de metal, se recordó a sí mismo. La sociedad en la que había crecido veía a los robots como simples herramientas, sin importar lo humano que parecieran. Sus "emociones" eran meros reflejos programados, nada más. Con un leve nudo en el estómago, Carlos siguió caminando.

Mientras avanzaba por la ciudad, el aire fresco y puro le devolvió algo de calma. Respiró hondo, disfrutando de la sensación de normalidad, aunque sabía que era momentánea. Su paz se vio interrumpida por el sonido de una sirena policial. Al voltear, vio un coche flotador siendo perseguido por la policía.

—¡Maldita sea! ¡Desactiva el seguro vial! Se aproxima el semáforo—gritó uno de los ladrones desde el coche robado.

—¡Eso intento, pero ahora los hacen más seguros! —respondió el conductor, forcejeando con los controles.

El coche se aproximó a un semáforo, y, con un simple botón activado desde el vehículo policial,cambio el semáforo a rojo y eso desplegó una barrera invisible diseñada para que los coches no cruzen en luz roja, los obligó a intentar detenerse. El coche robado chocó contra la barrera, incapaz de avanzar. Los policías se acercaron rápidamente, rodeando a los ladrones mientras estos maldecían su mala suerte.

Carlos observó la escena con una mezcla de asombro y hastío. Las medidas de seguridad avanzadas eran comunes en su ciudad, pero verlas en acción siempre le recordaba lo lejos que había llegado la tecnología. Sin darle más importancia, siguió su camino.

Finalmente, después de varios minutos más de caminata, Carlos llegó al final de la línea. Alzó la vista para ver hacia dónde lo había llevado, y su corazón dio un vuelco. Estaba frente a las puertas de un cementerio.

Carlos estaba de pie junto a Nataly, ambos frente a la entrada del cementerio. El ambiente era pesado, con un aire denso que parecía pegarse a la piel. Las grandes puertas de hierro forjado eran imponentes, cubiertas de un leve óxido que les daba un aspecto antiguo. Carlos no podía apartar la mirada de ellas, aunque algo dentro de él le gritaba que no cruzara ese umbral.

—¿Por qué… por qué me pediste que viniera aquí? —preguntó Carlos, su voz quebrada por la confusión y un ligero temor que no podía ocultar. Sus ojos buscaban respuestas en el rostro de Nataly.

Nataly bajó la cabeza, incapaz de mirarlo. Jugaba nerviosa con la correa de su cartera, un gesto que delataba su incomodidad.

—Yo… —tartamudeó, buscando las palabras—. No puedo explicarlo aquí… Nate tardará un poco en llegar. Pero entremos de una vez, Carlos.

La voz de Nataly era apenas un susurro, cargada de tensión. Dejó caer su cartera, que flotó a su lado como si estuviera suspendida en el aire, siguiéndola automáticamente. Carlos observó la escena con una mezcla de desconcierto y resignación. Sabía que, fuera lo que fuera, no le gustaba estar ahí. Su mente repetía una y otra vez: No quiero estar aquí.

Los dos cruzaron las puertas y comenzaron a caminar por el sendero de grava. Carlos se dio cuenta de que Nataly evitaba mirarlo directamente. Sus pasos eran lentos, como si cada uno le costara más esfuerzo que el anterior. Por su parte, Carlos no podía quitarse la sensación de incomodidad que crecía con cada paso. El silencio entre ambos era opresivo, roto solo por el crujir de la grava bajo sus pies.

De pronto, Nataly se detuvo frente a una tumba. Sus hombros temblaban ligeramente, y aunque intentaba mantenerse firme, su postura reflejaba el dolor que trataba de ocultar.

Carlos giró para mirar la tumba y, en cuanto leyó la inscripción, retrocedió instintivamente, como si hubiera recibido un golpe.

—¿Qué… qué sucede, Nataly? —preguntó, notando cómo el rostro de ella se tornaba pálido.

Nataly tragó saliva y, con una voz cargada de emoción contenida, respondió:

—Aquí es… diferente.

Carlos frunció el ceño, confundido.

—¿Aquí qué? —insistió, tratando de entender.

Nataly, con las manos temblorosas, alzó una de ellas y tomó a Carlos suavemente del mentón, obligándolo a mirar la tumba. Él trató de resistirse al principio, pero finalmente dejó que sus ojos enfocaran la inscripción.

Mateo #2748902

3733-3775

Amado padre y esposo.

El corazón de Carlos se detuvo por un instante. Su mente no podía procesar lo que veía. Retrocedió unos pasos hacia atrás volvió a leer con la esperanza que haya leído mal el código de identificación pero no, lo había leído a la perfección.

Una pequeña risa escapó de su boca, un sonido nervioso y vacío. Luego, otra carcajada, más fuerte, como si su cerebro tratara de rechazar la realidad. Pero las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y pronto se encontró de rodillas frente a la tumba. Un llanto apagado y seco salió de su garganta, hasta que, finalmente, un grito desgarrador rompió el aire, Carlos suponen ese preciso momento que su padre ya no estaba más en este mundo.

Nataly, incapaz de contener sus propias lágrimas, se arrodilló junto a él. Colocó una mano temblorosa en su hombro, tratando de calmarlo. Cuando eso no funcionó, lo abrazó con fuerza.

—Perdóname, Carlos… Perdóname —dijo entre sollozos, su voz quebrada por la culpa—. Si te lo decía por teléfono, no me ibas a creer. Pensarías que estoy loca, o que es una broma cruel. Lo siento tanto…

Carlos no dijo nada. En el fondo de su mente, sabía que Nataly había hecho lo correcto. No podría haber enfrentado esto de otra manera. La abrazó con fuerza, buscando consuelo en su calor humano mientras su propio mundo se desmoronaba.

Nataly, con los ojos llenos de lágrimas, levantó la mirada hacia él. Fue entonces cuando lo notó: el marrón oscuro de los ojos de Carlos estaba cambiando lentamente, reemplazado por un celeste brillante. Quiso decírselo, pero, en ese momento, no parecía importante. Su prioridad era estar a su lado.

Como si el universo conspirara en su contra, una tormenta comenzó a caer. Gotas gruesas y heladas empaparon sus rostros y ropas en cuestión de segundos. Ambos levantaron las manos, activando sus bandas elásticas que rápidamente se transformaron en paraguas materializados.

—Debemos irnos —dijo Nataly, ayudando a Carlos a levantarse. Él estaba débil, tambaleándose ligeramente mientras ella lo sujetaba por el brazo.

Caminaron hacia la salida en silencio, dejando atrás la tumba. Carlos no podía apartar la vista del suelo, como si temiera mirar hacia atrás lo quebraría aún más.

Montaron un auto taxi que esperaba fuera del cementerio. Nataly ingresó la dirección de su departamento en el panel, y el automóvil flotante comenzó a moverse suavemente. Carlos, con los ojos aún enrojecidos y las lágrimas marcando su rostro, observó el cementerio alejarse por la ventana, como una despedida apresurada.

El silencio en el taxi fue roto por Nataly.

—Carlos, escúchame. Mencionaste a un hombre extraño en tu casa, ¿verdad?

Carlos, todavía perdido en sus pensamientos, asintió débilmente.

—Sí… —murmuró, sin energía para pensar en algo más.

Nataly respiró hondo antes de responder.

—Bueno, ese extraño probablemente era tu padrastro.

Carlos la miró, sus ojos ligeramente más enfocados. De repente, todo encajó: el supuesto hermano, la forma en que el hombre besó a su madre con tanta naturalidad… Todo tenía sentido.

—¿Padrastro? —preguntó, su voz aún quebrada—. Explícate. ¿Cuándo pasó eso?

Nataly lo miró con tristeza antes de responder.

—Cuando tu papá murió, hace cuatro años. Tu mamá conoció a ese hombre. Se casaron hace tres meses. Según lo que me contaste alguna vez, él también perdió a su esposa y quedó a cargo de su hijo, tu hermanastro. Y bueno… por lo que me decías, parecía ser buena persona. Quiere mucho a tu madre.

Para Carlos todo esto era nuevo y raro en su mente su madre había adquirido una nueva pareja tras su padre morir recientemente no se hacia la idea de los 4 años que su madre estuvo sóla.pero motivo más opción que asimilar la información en silencio, sus emociones un torbellino. Finalmente, se atrevió a preguntar lo que más temía.

—¿Cómo murió mi papá?

Nataly tragó saliva. Su voz era un susurro tembloroso cuando respondió:

—Un atentado… de avión. —Hizo una pausa, sus ojos llenos de lágrimas—. Consiguió información en su trabajo como reportero. Información que no debía… y…

Su voz se quebró. Nataly no pudo continuar. Rompió a llorar, girando el rostro hacia la ventana para no mostrar su vulnerabilidad.

—Lo siento, Carlos. Lo siento tanto —dijo entre sollozos.

Carlos la miró con compasión. Sabía que Nataly odiaba hablar de cosas tan dolorosas. La rodeó con sus brazos, buscando consolarla esta vez.

—Yo sé cuánto querías a tu papá… —susurró Nataly.

Carlos dejó escapar un suspiro tembloroso y se secó las lágrimas con la manga de su camisa.

—¿A dónde vamos? —preguntó, tratando de mantener la compostura.

Nataly hizo un esfuerzo por calmarse antes de responder.

—A mi departamento.

Carlos arqueó una ceja, un poco más tranquilo.

—¿Te mudaste de casa de tus padres?

Nataly asintió y dejó escapar una risa amarga.

—Sí. Ya sabes, odio a esos dos. Son un fastidio. Moría por salir de ahí.

Se detuvo al darse cuenta de lo que acababa de decir, mirando a Carlos con ojos llenos de disculpas.

—Oh, lo siento. No debí decir eso… no después de lo que acabas de pasar.

Carlos negó con la cabeza, esbozando una pequeña sonrisa comprensiva.

—No te preocupes, Nataly. Está bien.

Ambos se quedaron en silencio, observando cómo el paisaje pasaba lentamente a través de las ventanas del auto taxi. Aunque el dolor seguía presente, había algo reconfortante en tenerse el uno al otro.