Ayer

Carlos y Nataly bajaron del autotaxi en silencio.

Un escaneo rápido de su antebrazo permitió pagar el viaje. Las puertas del coche flotante se cerraron con un suave zumbido antes de desaparecer en la lluvia, dejando a los dos parados frente a un edificio antiguo y descuidado. La estructura, de materiales sintéticos desgastados, mostraba grietas profundas y parches de reparación, un intento fallido de ocultar el paso de los años. Las luces de neón parpadeaban de forma errática, dándole al lugar un aire lúgubre.

Carlos alzó la mirada. Algunos de los paneles de los balcones parecían a punto de desprenderse, y el sistema de ventilación, colgando precariamente de un lado del edificio, emitía un zumbido irregular.

—¿Aquí vives? —preguntó, su ceño fruncido reflejaba una mezcla de incredulidad y preocupación.

Nataly suspiró, cruzándose de brazos.

—Es lo que puedo pagar por ahora.

Carlos apretó la mandíbula. No tenía idea de que su amiga estuviera viviendo en estas condiciones.

—¿Aún trabajas en PiñaSalsa?

Nataly asintió sin entusiasmo mientras miraba la deteriorada entrada del edificio. Las puertas automáticas se abrían y cerraban con movimientos bruscos y un chirrido metálico.

—Sí… aunque sigo buscando algo mejor. No está fácil conseguir trabajo.

Carlos negó con la cabeza.

—Pero PiñaSalsa está a kilómetros de aquí. Si ya no tienes quien te lleve, debes salir al amanecer para llegar a tiempo.

Nataly soltó una risa breve, sin alegría.

—Tal vez termine aceptando un trabajo de robots.

Carlos se detuvo en seco y la miró con incredulidad.

—¿Qué? No. Ni de broma. —Su tono se endureció—. Esos trabajos son una pesadilla. Jornadas ridículas, pagos miserables. Por eso los hacen robots.

—Lo sé —dijo ella, encogiéndose de hombros—, pero al menos no tendría que viajar tanto. No es como si hubiera muchas opciones.

El ascensor llegó con un chirrido estridente. Ambos entraron, pero el crujido de los mecanismos y los temblores de la cabina los obligaron a guardar silencio. Cuando las puertas se abrieron en el piso 14, el pasillo apenas estaba iluminado por luces de emergencia titilantes.

Frente a la puerta del departamento, Carlos notó las abolladuras en la chapa metálica y las bisagras oxidadas. Nataly la empujó con fuerza, revelando un interior caótico: ropa esparcida, herramientas tiradas, cajas apiladas sin orden y envases vacíos por todas partes.

—Vaya… no has cambiado nada —bromeó Carlos, aunque su tono dejaba entrever agotamiento.

Nataly le lanzó una mirada de advertencia, pero su sonrisa de medio lado lo delató.

Carlos despejó el sofá, apartando un par de camisetas y un dispositivo roto, y se dejó caer con un suspiro. Apenas tuvo tiempo de relajarse cuando la puerta se abrió de golpe.

Nate entró empapado, sacudiéndose el cabello con una sonrisa.

—¡Carlos! No los encontré en el cementerio, así que vine aquí.

—Sí, empezó a llover —respondió Nataly, cerrando la puerta.

Nate miró a Carlos, que seguía sentado junto a la ventana. Un relámpago iluminó la habitación y, por un instante, notó algo extraño.

—Oye… ¿qué le pasa a tus ojos? —preguntó con una mezcla de curiosidad y alarma.

Carlos frunció el ceño.

—¿Qué tienen mis ojos?

Nataly, recordando lo que había visto antes, sacó un pequeño espejo de su bolso y se lo extendió.

—Mírate.

Carlos tomó el espejo sin mucho interés, pero al ver su reflejo, su expresión cambió. Sus ojos, normalmente marrones, brillaban con un celeste intenso. Antes de que pudiera procesarlo, la imagen en el espejo vibró y el mundo a su alrededor pareció distorsionarse, como si estuviera bajo el agua. Un resplandor azul envolvió todo.

Asustado, cerró los ojos con fuerza y la visión desapareció… pero el color en sus pupilas permaneció.

Carlos dejó escapar una risa nerviosa.

—Esto no puede estar pasando. Primero mi padre, luego este día de mierda… y ahora esto. ¿Qué más puede salir mal? —murmuró, dejando el espejo sobre la mesa con más fuerza de la necesaria.

Nate se acercó, alzando las manos en señal de calma.

—A ver… solo digo, ¿y si son aliens?

Carlos lo miró sin expresión.

—¿Qué?

—¡Piensa en esto! Fuimos al bosque, viste la lluvia de estrellas, te desmayaste, y ahora tus ojos están raros. ¡Seguro que te hicieron algo!

Carlos resopló, cruzándose de brazos.

—¿Aliens? ¿Eso es lo mejor que se te ocurre?

—Bueno, ¡tiene sentido! —insistió Nate, señalándolo con entusiasmo—. Y, Nataly, ¿tus ojos también cambiaron?

—Mis ojos siempre han sido azules, idiota —respondió ella sin perder la paciencia.

—Eso es justo lo que un alien diría…

Carlos cerró los ojos, conteniendo la frustración.

—Dios mío…

En ese instante, Carlos desapareció.

Un destello llenó la habitación y, de repente, Carlos ya no estaba. Su ropa cayó al suelo.

Nataly y Nate se quedaron congelados.

—¿Carlos? —Nataly miró a su alrededor, su respiración acelerada—. ¡Carlos, esto no tiene gracia!

Nataly sintió un nudo en la garganta. No podía apartar la vista de la ropa en el suelo, como si su mente se negara a aceptar lo que acababa de suceder.

—No puede ser… —susurró, su voz apenas audible.

Nate parpadeó varias veces, sacudiendo la cabeza.

—No… no, no, no, esto no es posible. —Su respiración se aceleró mientras miraba a Nataly, esperando que ella tuviera una respuesta, pero su expresión reflejaba el mismo horror que él sentía—. ¡No es posible!

Nataly cayó de rodillas, recogiendo la camisa de Carlos con manos temblorosas.

—Esto no está pasando… —murmuró, como si repitiéndolo lograra hacerlo cierto.

Carlos solo vio el negrura del cielo nocturno se sintió ligero y una brisa húmeda en su rostro y en un instante una punzada en su espalda atravesando su cuerpo en un frío golpe, cerro los ojos anhelando que el dolor desapareciera y muriera lo más pronto posible.

Mientras eso ocurría en la habitación. Nate, con el corazón martilleándole en el pecho, activó su dispositivo holográfico con dedos torpes.

—Voy a rastrear su teléfono… —dijo en voz baja, tratando de mantener la calma, aunque sentía que su mundo entero se tambaleaba.

La interfaz se desplegó en el aire, mostrándole la ubicación en un mapa tridimensional.

—Está en el parque central…

Nataly alzó la cabeza de golpe.

—¿Cómo que en el parque?

—No lo sé… —Nate tragó saliva—. Pero tenemos que ir.

Nataly se levantó de un salto, su cuerpo entero temblaba.

—¡Vamos!

Salió corriendo antes de que Nate pudiera reaccionar. Él la siguió de inmediato, aún en shock, agarrando su mochila en el último segundo.

El agua caía en gruesas gotas, empapándolos en cuestión de segundos. El sonido de sus pisadas resonaba en la calle mojada mientras corrían sin detenerse.

Nataly jadeaba, su pecho dolía, pero no podía parar.

Carlos desapareció frente a mis ojos.

La frase martillaba su mente una y otra vez.

Nate, corriendo a su lado, intentaba controlar su respiración.

—Dime que… dime que viste lo mismo que yo —logró decir entre jadeos—. Dime que no estoy loco.

Nataly no respondió. No porque no quisiera, sino porque aún no encontraba las palabras.

Cuando llegaron al parque, lo buscaron por todos lados la densa lluvia apenas los dejaba observar a la distancia gritaron una y otra vez —¡Carlos!—sin obtener respuesta, cerca de un árbol viejo sin hojas un líquido espeso azulado brillaba en la oscuridad de la noche caía desde la copa tenía un fuerte olor a hierro.

Y entonces lo vieron.

Carlos estaba atrapado en las ramas de un árbol alto, completamente desnudo. Una gruesa rama atravesaba su abdomen, y su sangre—si es que aún podía llamarse sangre—goteaba en hilos azul brillante, mezclándose con la lluvia.

Nataly sintió que su estómago se hundía.

Sus piernas se negaron a moverse.

Su boca se abrió, pero ningún sonido salió de ella.

Nate, con los ojos muy abiertos, se llevó una mano a la boca.

—No… no puede ser…

La rama crujió.

El sonido del rompimiento fue un chasquido seco que resonó incluso bajo la lluvia.

Carlos cayó.

El impacto contra el suelo fue sordo, un golpe húmedo contra el césped empapado.

Y entonces, en lo que debió ser un silencio absoluto, Nataly finalmente gritó.

—¡Carlos!

Corrió hacia él, cayendo de rodillas a su lado. Su respiración era errática, su pulso descontrolado.

—No… no, por favor, no…

Sus manos temblorosas tocaron su rostro, apartando el cabello mojado.

Carlos estaba pálido. Su piel tenía un tono extraño bajo la lluvia. Pero entonces, con un movimiento lento e imposible, abrió los ojos.

Brillaban.

Un celeste intenso, como dos fragmentos de luz atrapados en su rostro.

—Carlos… —Nataly sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.

Carlos parpadeó, su respiración era superficial.

—Duele… —susurró con la voz áspera.

—¡No te muevas! —gritó Nate, hincándose junto a él—. Dios… tienes una rama atravesándote.

Carlos bajó la mirada con dificultad.

—Oh… —murmuró con un hilo de voz, como si apenas ahora se diera cuenta.

Nate buscó desesperadamente su mochila, sacando un suéter empapado.

—Tenemos que detener la sangre. ¡Nataly, haz algo!

Pero Nataly no podía moverse.

No era solo el miedo.

No era solo el shock.

Era lo que estaba viendo.

La herida de Carlos… no sangraba como debería. La sangre azul brillaba levemente, y en cuestión de segundos, los bordes del agujero en su abdomen parecían… cerrarse.

Regenerarse.

—No… —susurró Nate, negando con la cabeza—. Esto… esto no tiene sentido.

Carlos llevó una mano temblorosa a la rama incrustada en su cuerpo.

—Creo que… puedo sacarla… —jadeó.

—¡NO! —gritó Nate, deteniéndolo—. ¡Eso es lo único que está deteniendo el sangrado! Si la sacas, puedes morir.

Carlos lo miró, con el rostro crispado por el dolor.

—No… creo que…

Y entonces, sin escuchar las advertencias, empezó a tirar.

—¡CARLOS, NO! —Nataly apartó la mirada, su estómago se revolvió.

El sonido fue horrible.

Un ruido húmedo, carne desgarrándose.

Carlos gritó.

Nate apretó los dientes con fuerza, su cuerpo entero se tensó.

Con un tirón final, la rama salió.

La sangre azul salpicó la hierba mojada.

Carlos respiraba con dificultad, con el pecho subiendo y bajando de manera irregular.

—Dios… Dios… —Nate tenía las manos en la cabeza, como si su cerebro no pudiera comprender lo que estaba viendo.

Pero entonces ocurrió lo imposible.

La herida se cerró.

La piel de Carlos, que debería estar desgarrada, comenzó a regenerarse. Como si nunca hubiera sido atravesado sin cicatrices.

Nataly sintió que sus piernas flaqueaban.

—Esto… esto no puede ser real…

Carlos jadeó, apoyándose en sus codos, sin creer lo que veía.

Nate tragó saliva, su expresión era una mezcla de horror y fascinación.

—Tu sangre… —susurró—. No es humana.

Nataly se percató que Carlos aún seguía desnudo y con vergüenza se giro dándole la espalda.

—oh...claro—Dijo Nate buscando algo de ropa en su mochila—solo cargo unos shorts, antes de todo esto planeaba ir a la playa.

Después de que Carlos se vistiera llamaron a un autotaxi para regresar a casa rápidamente.

El autotaxi avanzaba en silencio por las calles mojadas. Las luces de la ciudad parpadeaban tras las ventanas, reflejándose en las gotas de lluvia que resbalaban por el vidrio.

Carlos miraba sus manos, las abría y cerraba como si esperara que desaparecieran, como si ya no le pertenecieran. Todo su cuerpo temblaba, no sabía si por el frío o por lo que acababa de suceder.

Nataly iba a su lado, con la mirada fija en la carretera, aunque en realidad no estaba viendo nada. Su mente repasaba cada momento: la desaparición, la sangre azul, la herida cerrándose ante sus ojos. Nada tenía sentido.

Nate, en el asiento delantero, no dejaba de revisar su dispositivo holográfico, buscando algo, cualquier cosa que explicara lo que habían presenciado.

Cuando el autotaxi se detuvo frente al edificio, nadie se movió de inmediato.

—¿Entramos? —murmuró Nate, sin dejar de mirar la pantalla.

Carlos suspiró y abrió la puerta sin decir nada.

El ascensor subía con su característico traqueteo. El sonido metálico, que antes solo era molesto, ahora se sentía como un recordatorio de que estaban atrapados en algo mucho más grande de lo que podían entender.

Carlos se apoyó contra la pared del ascensor, sintiendo que aún no terminaba de recuperar el equilibrio.

—No entiendo qué pasó —murmuró finalmente.

—Ninguno lo entiende —respondió Nataly, con los brazos cruzados.

El ascensor se detuvo y caminaron en silencio hasta el departamento. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Carlos se dejó caer en el sofá, hundiendo el rostro en sus manos.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó, con la voz apagada.

Nate sacó la botella donde había recogido la sangre azul.

—Por esto.

Carlos la miró sin emoción.

—¿Y qué esperas encontrar?

—No lo sé, pero hay que intentarlo —respondió Nate, examinando el líquido—. La sangre humana no brilla. Y no es azul.

Nataly se sentó en la mesa frente a Carlos.

—¿Que te paso cuando desapareciste?

Carlos miró el techo del departamento en busca de respuestas.

—Caía. No sé desde dónde, pero estaba en el aire. Luego… bueno, ustedes vieron el resto.

Nataly miró hacia un lado. La imagen de Carlos atrapado en el árbol seguía demasiado fresca en su mente.

—Y la herida… —murmuró Nate—. Se cerró sola.

Nadie habló por un momento.

—Esto no es normal, Carlos —dijo Nataly finalmente.

—¿¡Crees que no lo sé!?. —Carlos exhaló con fuerza, apoyándose en el respaldo del sofá.

Nate giró la botella con la sangre entre sus dedos.

—Podemos analizarla.

Carlos lo miró.

—¿Cómo?

—Podemos hacer pruebas. Ver cómo reacciona al calor, al frío, a la luz. Algo debe decirnos qué te está pasando.

Carlos suspiró, cerrando los ojos.

—Haz lo que quieras.

Nate se puso manos a la obra, pero Nataly no apartó la vista de Carlos.

—No tienes que pasar por esto solo —dijo en voz baja.

Carlos levantó la mirada.

—¿Eh?

—No importa lo que sea esto… vamos a descubrirlo juntos —dijo, con un tono firme.

Carlos sintió un nudo en la garganta.

Aún no tenía respuestas.

Pero al menos tenía a Nate y Nataly para ayudarlo.