David salió de su habitación y caminó hacia la sala, sintiendo la familiaridad del lugar. La casa era tranquila, como siempre, llena de una calma que no correspondía con su vida interna. En el aire flotaba el aroma a comida casera, el único rastro de vida real en un hogar que sentía más como una prisión que un refugio.
Su madre estaba sentada en el sofá, mirando la televisión sin mucho interés. Su rostro estaba serio, como siempre, pero había una leve tensión en su mirada. Algo le preocupaba, aunque David nunca le preguntaba. Sabía que la rutina diaria era lo único que mantenía un equilibrio en su vida.
En el rincón de la sala, su hermana pequeña jugaba con una muñeca, aparentemente ajena a todo lo que sucedía alrededor. Cuando David entró, levantó la vista por un segundo, pero no le prestó mucha atención. A veces, él deseaba poder hacer lo mismo, ignorar todo lo que lo rodeaba.
Su madre lo miró por un momento, como si hubiera notado algo en su actitud, pero luego simplemente volvió a mirar la televisión.
— ¿Cómo te fue hoy? — preguntó su madre con voz apagada, como si no realmente esperara una respuesta.
David no se detuvo a pensar en la respuesta. Se sentó en una de las sillas, cruzando los brazos y mirando al frente. No quería hablar de lo sucedido. No con ellos. Ellos nunca entenderían.
— Normal — dijo finalmente, con una voz monótona, mientras su hermana seguía jugando sin mirar hacia él.
A veces, pensaba que la vida en casa era solo un interludio entre las sombras en las que realmente vivía. Las palabras no importaban. El vacío entre ellos era tan grande como el abismo que existía entre él y el resto del mundo.
Permaneció allí, en silencio, mientras el ruido de la televisión llenaba el aire, y su mente seguía atrapada entre las luces de la ciudad y la figura de Aiko.