La cena pasó en silencio. El sonido de los cubiertos sobre los platos fue lo único que rompió la calma. Nadie más dijo nada, como si todos estuvieran atrapados en sus propios pensamientos, ignorando el pesado aire que había llenado la casa.
Cuando terminaron, David apenas levantó la mirada antes de levantarse de la mesa. Su madre lo observó por un momento, pero no dijo nada más. Ya lo conocía lo suficiente como para saber que no importaba cuánto lo intentara, él seguiría siendo un extraño en su propio hogar. La distancia entre ellos era tan vasta como el océano, y él ya lo había aceptado.
Se levantó y caminó hacia su habitación sin prisa. Cerró la puerta detrás de él con un clic suave, como si ese simple sonido pudiera sellar todo lo que estaba por suceder. En cuanto la oscuridad de su cuarto lo envolvió, se despojó de su ropa con calma, meticulosamente, y se dejó caer sobre la cama.
El colchón, cómodo y familiar, parecía poco más que un refugio temporal. La fatiga lo invadió, pero no logró apoderarse completamente de él. Los pensamientos no lo dejaban descansar.
Aiko. La regeneración. El salto. La sensación de ser algo más. Algo roto, quizás. Algo diferente.
Se giró hacia el costado, mirando al techo. A través de la ventana, la luna llena asomaba, bañando su habitación en una luz fría y distante. En su mente, aún resonaban los ecos de las sombras de su vida, del peso de su existencia. Todo estaba a punto de cambiar, pero no sabía cómo ni cuándo.
— Tal vez no importe — susurró para sí mismo en la oscuridad, cerrando los ojos.
Se quedó allí, en el limbo entre el sueño y la vigilia, esperando que la quietud lo arrastrara. Pero el silencio en su habitación no era pacífico. Había algo dentro de él que lo mantenía alerta, esperando, como si estuviera al borde de algo más grande, algo que no podía controlar.
Finalmente, la oscuridad lo reclamó, y el sueño lo envolvió, aunque su descanso no estuvo exento de imágenes distorsionadas, visiones de batallas lejanas y de rostros que nunca olvidó.