CAPÍTULO: Un Respiro en el Calor

El sol pegaba fuerte sobre la ciudad, su luz dorada tiñendo las calles de una calidez que hacía que el asfalto se retorciera. David y su hermana caminaban por la acera, cada paso resonando como un eco distante. Ella, pequeña y llena de vida, saltaba a su lado, disfrutando del paseo, mientras él caminaba con la mirada fija en el horizonte, como si pudiera ver más allá de la realidad cotidiana.

De repente, la voz suave de su hermana rompió el silencio:

— ¡David! Tengo mucho calor… — dijo, frotándose el cuello con la mano. — ¿Me compras un helado?

David la miró de reojo, encontrándose con su rostro lleno de inocencia y esperanza. Por un momento, sus pensamientos se desvanecieron, como si todo lo demás, el mundo que había dejado atrás por un instante, se disolviera en la simple petición de su hermana.

El helado. Algo tan sencillo, tan común. Pero, en esa frágil solicitud, David encontró un pedazo de humanidad que tanto le faltaba. Algo que no podía ver a menudo, algo que lo conectaba con su vida antes de todo lo que había sido.

— ¿Un helado, eh? — repitió, su voz grave, pero algo más suave de lo usual. Era un tono que solo ella lograba sacar de él.

La pequeña asintió con entusiasmo, sus ojos brillando bajo la luz del sol.

David suspiró y, por un momento, su expresión seria se deshizo, cediendo a la sonrisa que se había negado a mostrar en todo el día. Al final, era solo un helado. Algo tan simple, pero suficiente para aligerar el peso del mundo.

— Está bien, un helado — dijo, caminando hacia la tienda más cercana.

El sonido de los coches y las voces se desvanecieron mientras él se acercaba al pequeño puesto de helados. En su mente, el peso de las batallas, de las decisiones, de todo lo que acechaba en su vida, parecía desaparecer por un instante, sustituido por esa pequeña alegría. Un helado, un gesto cotidiano, una vida normal.

La vendedora, una mujer mayor con una sonrisa cálida, los saludó al acercarse.

— ¿Qué sabor te gustaría, pequeña? — le preguntó, mirando a la hermana de David.

Ella pensó por un momento, eligiendo con cuidado entre los colores brillantes de los helados.

— ¡Fresa! — exclamó con entusiasmo.

David miró a su hermana, observando la forma en que sus ojos brillaban al escoger un simple helado de fresa, como si fuera la elección más importante del día. Y, por un momento, David deseó que su vida fuera siempre tan sencilla. Tan... ligera.

— ¿Y tú, joven? — le preguntó la vendedora mientras tomaba el helado de su hermana.

David apenas la miró, su expresión aún algo distante.

— De chocolate — murmuró, casi como un suspiro.

Pagó, y la vendedora le entregó los helados, los cuales él tomó con una mano. Entonces, en silencio, comenzó a caminar de nuevo, con su hermana a su lado, saboreando su helado de fresa y caminando a un ritmo más lento, disfrutando del simple acto de comer algo frío en medio de ese calor abrasante.

Y mientras avanzaban por las calles, David sintió que, por un breve momento, las sombras del pasado, los fantasmas que lo acechaban, se desvanecían. Solo quedaba el calor del sol, el sabor del helado y el sonido de los pasos de su hermana a su lado.

A veces, pensó, lo único que se necesitaba era un respiro en medio de la tormenta. Un momento, aunque solo fuera uno, donde todo lo demás dejara de importar. Y en ese breve instante, eso era lo que tenía: una tarde sencilla, un helado y la compañía de su hermana.