CAPÍTULO: La Caminata hacia la Luz

El sol ya comenzaba a inclinarse hacia el horizonte, señalando que la tarde ya se encontraba avanzada. David, observando el reloj, vio que eran las 4 en punto. El entrenamiento, la quietud de la mañana y el caos interno que había enfrentado en su mente lo habían llevado lejos de la rutina cotidiana, pero ahora debía regresar a la realidad, aunque fuera solo por un momento.

Se levantó del jardín y entró nuevamente a la casa. Se dirigió al baño, donde, con calma, se cambió de ropa. Optó por un yukata sencillo de tonos oscuros, casi como si el tejido absorbiera la pesadez del día. Los patrones de flores eran discretos, pero en su mente simbolizaban algo más: un recordatorio de lo que aún tenía que proteger. Se puso su sombrero de pescador, grande y de ala ancha, que le ayudaba a cubrirse del sol y lo mantenía alejado de las miradas curiosas. El sol, en su altura, seguía iluminando el mundo con una calidez abrasante, y David no quería ser visto. No hoy. No de esa manera.

Cuando terminó de vestirse, salió rápidamente de su habitación, bajando las escaleras con un paso decidido. La casa, silenciosa como siempre, no ofreció resistencia. Solo la brisa suave que entraba por las ventanas abiertas rompía la quietud de la casa vacía.

David salió por la puerta trasera y se dirigió hacia el jardín. El pequeño rincón de tranquilidad de su hogar se desvaneció mientras caminaba por las calles de la ciudad, la misma ciudad que nunca dejaba de moverse, que nunca dejaba de bramar con el ruido de autos, conversaciones y la monotonía del día a día.

Pero él no estaba buscando la ciudad. No ahora. Caminaba por las calles con la determinación de un hombre que ya había visto más allá de la superficie. Su mente, aunque clara, seguía atrapada en pensamientos oscuros, pero en ese momento, su hermana era lo único que importaba. La pequeña, su hermana, que quizás no comprendía del todo la oscuridad que se cernía sobre él. Pero él sí lo sabía. Y por eso debía protegerla.

El sonido de sus pasos sobre el pavimento resonaba en la quietud de la tarde mientras se acercaba al jardín infantil donde su hermana estudiaba. El lugar estaba lleno de niños correteando y jugando, ajenos a los temores del mundo adulto. En ese mar de risas y juegos, David encontró la pequeña figura de su hermana, jugando con otros niños, tan pura, tan inocente, tan lejos de la realidad que él conocía.

Cuando ella lo vio, su rostro se iluminó con una sonrisa amplia, casi mágica, como si su hermano fuera el héroe de un cuento. David, al verla, sintió algo profundo, algo que había olvidado que existía en él: la necesidad de proteger. En ese momento, se sintió más vivo que nunca.

— ¡David! — exclamó ella, corriendo hacia él. — ¿Ya me llevas a casa?

David asintió, sonriendo de forma silenciosa, como siempre hacía, pero sin mostrar mucho. Sin embargo, en su interior, algo se agitaba. Algo dentro de él lo empujaba a estar a su lado, a asegurar que, mientras pudiera, nada le pasaría. Ni a ella, ni a nadie más que él amara.

La ciudad seguía su curso, pero en ese instante, el tiempo se detuvo. Sólo existían ellos dos, bajo el sombrero de pescador, en ese pequeño rincón de la tarde.