La puerta de la casa se cerró detrás de ellos con un suave clic. El sol ya se estaba ocultando lentamente, pero la calma de la tarde seguía presente, como si el mundo hubiera decidido tomarse un respiro por un momento. David y su hermana entraron, y, como siempre, la casa los recibió con su silencio familiar. La pequeña corrió al sofá, se lanzó sobre él con una risa alegre y encendió la televisión sin pensarlo mucho. Era un simple ritual: ella se sumergía en el brillo de la pantalla, mientras él encontraba refugio en algo mucho más tranquilo, algo que nunca necesitaba explicarse.
David dejó el helado a un lado, colóco su manga de shinobis en el suelo junto a él, y se acostó en el piso con los brazos extendidos. El sonido de la televisión flotaba en la sala, pero él no prestaba atención. Se sumergió en las páginas de su manga, como si el universo de tinta y papel fuera su escape. Cada página se deslizaba entre sus dedos como un pequeño suspiro, absorbiendo las historias de aquellos guerreros que enfrentaban batallas similares a las que él libraba en su propio interior.
La historia de los shinobis lo envolvía, lo atrapaba en su narrativa de sombras y luchas. En sus páginas encontraba una extraña conexión, como si los personajes fueran sus propios reflejos, aunque no tan visibles como él quisiera. Los movimientos ágiles de los ninjas, las técnicas secretas que desbordaban misterio, todo lo que él había olvidado con el paso del tiempo parecía regresar a través de esa tinta.
Mientras leía, el tiempo parecía diluirse. Las horas pasaban como sombras al caer la noche, y él no se movía, concentrado en cada palabra, en cada dibujo. Su respiración era pausada, casi en sincronía con los giros de las páginas. La quietud de la tarde lo abrazaba, y por un rato, sentía que no había nada más en el mundo que eso: el peso de las hojas, el brillo de los ojos de los personajes y la suavidad del suelo bajo él.
Su hermana, a lo lejos, ya había perdido la noción del tiempo, absorbiendo las imágenes de su programa favorito. Pero David no le prestaba atención a nada más. Ya nada podía romper su concentración, salvo el sonido suave de los pasos de su madre entrando en la casa, preparándose para el regreso del trabajo. La noche ya comenzaba a caer, y la luz de la casa se transformaba en un cálido resplandor.
Pero David no quería pensar en la oscuridad, ni en la batalla que se libraba dentro de él. No quería enfrentarse a lo que vendría. Solo quería permanecer en esa pequeña burbuja de paz, donde los shinobis eran reales, y él, por un breve instante, no tenía que cargar con todo lo que su vida le exigía.