David se secó el sudor con una toalla, sin apuro.
Fue al vestidor, se quitó el uniforme del dojo y se vistió con su ropa de calle: camisa negra, pantalón oscuro, su katana envainada colgando discretamente a su espalda. No dijo nada al maestro, ni a Melissa. No hacía falta.
El dojo, ese santuario de disciplina y combate, quedaba atrás.
Salió a la calle justo cuando el cielo comenzaba a teñirse de naranja y violeta. El sol se despedía del día, y la ciudad rugía con su habitual sinfonía de motores, bocinas y murmullos.
David caminaba tranquilo, sin prisa. Su sombra larga lo acompañaba, bailando entre los muros y las veredas rotas.
El viento jugaba con su cabello rubio, y su mirada seguía al frente, como si cada paso estuviera escrito en un destino que solo él entendía.
Volvía a casa.
Pero algo en el aire, en su respiración, en el peso de la katana sobre su espalda... decía que la calma no duraría.
Y él lo sabía.