David no dijo una sola palabra.Sus ojos dorados se clavaron en el rostro de su abuelo por última vez, luego se giró y se fue sin mirar atrás.
La puerta del patio trasero se cerró con un leve clic, y el murmullo del interior de la casa quedó atrás.
Afuera, el cielo ardía en un crepúsculo de fuego y sangre. Nubes teñidas de rojo se deslizaban lentas sobre el techo del mundo, y la brisa olía a hojas quemadas y decisiones por tomar.
David cruzó el jardín hasta el rincón donde siempre meditaba.Ese pedazo de tierra donde el ruido de la ciudad no podía alcanzarlo.
Se sentó en posición seiza, apoyó su katana sobre las piernas, y cerró los ojos.
Respiró.
Una.Dos.Tres veces.
Sintió el peso del linaje sobre los hombros, como una capa hecha de nombres que nunca pidió cargar.Sintió las voces de Aiko y Melissa, tan distintas, tan cercanas y tan lejanas a la vez.Sintió el rostro de su madre, tenso de silencios.Y la sonrisa vieja de su abuelo, esa que sabía cosas que él todavía no entendía.
Pero también sintió algo más.Algo propio.Una fuerza quieta dentro de su pecho, que no era tradición ni deber.
Era su voluntad.Su filo verdadero.
El sol descendía como una herida que se cerraba en el cielo, y David, en silencio, afilaba su alma.Porque lo que venía no era solo una elección entre dos nombres.
Era una guerra contra todo lo que querían que él fuera.