Sonó el timbre. No como alarma. Más bien, como una sentencia.
David no se movió al principio. Solo giró levemente el rostro hacia la puerta, como quien presenta el destino vestido de cortesía.
La puerta se abrió sin que él la atendiera. Una sirvienta vestida con un uniforme tradicional entró primero, con pasos silenciosos y la cabeza baja. Tras ella, Aiko , el cabello rubio recogido en una trenza apretada, los ojos firmes como hojas de acero. Y Melissa , de pie como una estatua de hielo, con su uniforme de academia aún puesto, aunque ahora… sus ojos no eran de estudiante. Eran de espía, de guerrera. De prometida por deber.
David no los miró. No les dio ni un saludo. Solo caminó directo a su habitación, con el sobre hecho pedazos aún en la mano. El peso del clan sobre los hombros. Y el desprecio en los pasos.
Cerró la puerta. No con furia. Sino con frialdad.
Hacer clic.
Silencio.
El cuarto estaba como lo había dejado la noche anterior. La katana descansando en su altar. Sus mangas tiradas al lado de la cama. Y la ocarina en el escritorio, como si también esperara que alguien dijera algo que nunca se dijo.
David se dejó caer sobre la cama, boca arriba, mirando el techo como si buscara respuestas talladas entre las sombras.
—¿Así que así se mueve el clan…? —susurró.
Prométidas. Sirvientas. Deber. Honor. Palabras huecas disfrazadas de tradición.
Él no era una ficha en un tablero. Ni un trofeo de linaje. Y aunque el mundo ninja dormía bajo tierra… si alguien pensaba que David iba a agachar la cabeza como sus ancestros… esa historia estaba por reescribirse.
Desde su cama, el silencio ardía. Y el lobo... comenzaba a afilar los colmillos.