Una hora después, el sonido del tok-tok del reloj marcaba el avance lento de un día pesado.David abrió la puerta de su habitación.Sin apuro.Sin emoción.Solo con esa calma helada que suele preceder a las tormentas.
Bajó las escaleras con la espalda recta y la mirada al frente.Ni un músculo de su rostro hablaba,pero sus ojos eran más filosos que su katana.
En la sala, la atmósfera era un campo de batalla silencioso.
Aiko estaba sentada en el sofá, los brazos cruzados, la pierna moviéndose al ritmo de una paciencia forzada.Melissa se mantenía de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, pero lanzando cuchilladas invisibles por el rabillo del ojo.
No se hablaban.Ni se saludaban.Sus presencias se repelían como dos imanes malditos.
Y entre ellas, como si no percibiera el fuego cruzado,una sirvienta cocinaba en la cocina abierta: cortaba verduras con precisión quirúrgica,mientras el aroma del arroz y el miso llenaba el aire con una calidez que contrastaba brutalmente con el hielo de la sala.
David las observó un momento desde el umbral, como quien analiza a dos oponentes antes de un combate.No dijo nada.No hizo ningún comentario sobre su frialdad mutua.Solo avanzó hacia la mesa, sacó una taza del armario y se sirvió té verde.
Se apoyó en la barra de la cocina, sin mirar a nadie directamente.
—¿Van a seguir así todo el día? —preguntó con voz neutra, rompiendo el silencio como una piedra en un lago calmo.
Aiko levantó una ceja, sin responder.Melissa cruzó los brazos.
—Yo no pedí esto —soltó, seca.—Ni yo —disparó Aiko sin pestañear.
David cerró los ojos, tomó un sorbo de té… y suspiró.
—Entonces estamos los tres atrapados en un teatro que no escribimos… —murmuró—.Pero si van a pelear, al menos que sea cuando yo no esté. Me aburre el drama sin acción.
Dejó la taza en la barra.La sirvienta ni se inmutó.Y la casa…seguía oliendo delicioso.
Pero en el ambiente…la guerra ya estaba servida.Y nadie sabía aún quién iba a dar el primer golpe.