David caminaba tranquilo hacia el pasillo, su silueta difuminándose con la penumbra del atardecer que empezaba a colarse por las ventanas. Pero apenas había dado tres pasos cuando el caos lo siguió.
— Todo esto es tu culpa, rubia mimada —disparó Melissa, sin siquiera molestarse en bajar la voz.
Y eso fue todo lo que Aiko necesitaba. Un suspiro. Un chasquido. Un estallido.
—¡¿Qué dijiste, albina sin gracia?! —rugió Aiko, antes de lanzarse sobre ella como una kunoichi entrenada por dragones.
El sonido de una silla cayendo, platos temblando, y el grito ahogado de la sirvienta marcaron el inicio de la tormenta. Puños, empujones, gritos, una trenza arrancada del infierno, y un jarrón que voló en cámara lenta como en las películas de samuráis… la cocina ya no era una cocina. Era una zona de guerra de altos decibeles .
Melissa, rápida, bloqueó el primer ataque, pero Aiko le lanzó una patada que la hizo trastabillar. Rodaron por el piso como dos sombras enredadas, gruñendo insultos más afilados que kunais.
—¡Yo no pedí esto, estúpida fanática del linaje! —¡¿Y tú crees que sí?! ¡El clan solo te usa porque eres la hija del profesor!
David, aún en el pasillo, se detuvo. Sus hombros se tensaron. Giró lentamente la cabeza, viendo cómo una cuchara volaba por el aire y caía justo a sus pies.
Suspenso largo, profundo, existencial. Como un anciano de mil años resignado a que ni su refugio era realmente suyo.
—...por eso los clanes deberían haberse extinguido con la era feudal —murmuró.
Pero no volvió. No esta vez.
Siguió caminando. Dejó el caos atrás. Y mientras las promesas del linaje se revolcaban entre arroz y gritos… David solo pensaba en su ocarina, en el silencio de los techos, y en si alguna vez podría volver a estar verdaderamente solo .
Spoiler: ni el destino ni el clan tenían planeado dejarlo en paz.