El jardín quedó atrás. Las brasas de la furia apagadas. El aire… frío. Como si el propio shinigami hubiera pasado caminando.
Aiko entró primero. Cabello rubio algo despeinado, los labios apretados, pero la mirada más tranquila. No por paz… sino por miedo disfrazado de respeto.
Melissa le siguió con pasos duros, las pupilas rojas todavía chispeando, pero sin una palabra. Sin un solo suspiro.
Y allí estaba David , sentado con una pierna cruzada sobre la otra, el manga abierto sobre su regazo, sorbos de té que marcaban un ritmo zen en medio del huracán que él mismo había detenido.
Ni las miré. Ni levantó una ceja.
Ellas lo vieron. Y bajaron la mirada. Una por rabia tragada. La otra por orgullo herida.
De pronto, la calma fue interrumpida por una voz cálida pero firme:
— La cena está servida, jóvenes.—anunció la sirvienta desde el comedor, con una leve reverencia.
La mesa estaba puesta como en una casa de película antigua: vajilla reluciente, comida japonesa tradicional servida con precisión de reloj, y tres lugares marcados con palillos de madera negra tallada.
David cerró su manga con cuidado. Se puso de pie. Camino hacia la mesa sin mirar atrás.
Aiko y Melissa se miraron por un instante. Fuego y hielo. Luz y noche.
Pero esta vez… no dijeron nada. Solo lo siguió.
Y ahí estaban los tres. Sentados. Comiendo.
Como si no fuera un ninja que puede matar sin moverse, una campeona humillada, y una heredera ardiendo de celos.
Y sin embargo… comían.
Porque en esa casa del clan… el silencio en la mesa pesaba más que cualquier kunai lanzado. Y la guerra… solo había pausado. No terminado.