El tintineo del último sorbo de té se desvaneció. David dejó sus palillos con precisión quirúrgica. Ni una palabra. Ni una mirada.
Se levantó. Desapareció en el pasillo como un susurro tragado por la casa.
Solo quedó su sombra.
Y dos chicas con la espalda tensa, atrapadas en el silencio que él dejó atrás. El aire se volvió más liviano, pero también más frío.
La sirvienta, que había servido cada plato con dedicación casi maternal, finalmente rompió la tensión. Suspenso. Un suspiro como el de alguien que ha visto más de lo que cuenta. Luego, sin perder su tono respetuoso, habló con la calma de quien conoce a los monstruos… y los respeta.
— Ustedes cometieron el primer error.
Aiko alzó la vista, confundida. Melissa frunció el ceño, molesta.
— El joven señorito no es cruel… pero no tolera el caos sin sentido.—continuó la mujer, acomodando los platos con cuidado casi reverencial—. Mucho menos cuando está leyendo.
Ambos quedaron en silencio.
— No es la pelea lo que lo enfurece. Es el ruido que no lleva a nada.—dijo mientras envolvía los restos de la cena—. Y si hay algo sagrado para él… es la paz.
Se giró, las miró de reojo, y concluyó:
— Si van a vivir aquí… aprendan a respetar eso. O el próximo error… no se corrige con palabras.
Aiko presionó las manos sobre su falda. Melissa se quedó mirando la puerta por donde David se había ido, como si quisiera entender algo que no podía descifrar.
La sirvienta se fue sin más.
Y las dos prometidas, por primera vez… no discutieron.
Porque el mensaje era claro:
No se juega con el silencio del shinobi. Y mucho menos, con su paciencia.