La cocina quedó tan silenciosa que hasta el sonido de los cubiertos parecía pedir disculpas por existir.
Melissa y Aiko seguían ahí, cada una en su rincón emocional, con el orgullo agrietado y las palabras atascadas.
La sirvienta, mientras limpiaba una bandeja con la delicadeza de quien limpiaba un altar, volvió a hablar. Esta vez con una voz que no era reproche, sino melancolía.
— La única persona que podía hacer ruido en esta casa y perturbar la paz del joven amo… era su hermanita.
Las dos alzaron la mirada, sorprendidas por la suavidad en el tono. No había juicio. Solo verdad.
— Él nunca se molestó cuando ella lo despertaba temprano con sus juegos. Ni cuando invadía su cuarto con muñecas. Ni cuando cantaba a todo pulmón mientras él leía.—Hizo una pausa breve, casi nostálgica—. La paz no era el silencio para él... era su hermana, siendo feliz.
Melissa bajó la mirada. Aiko tragó saliva, esa verdad le dolía más que cualquier golpe.
— Pero desde que su abuelo decidió que su madre y su pequeña se mudaran para que el joven amo "viva con ustedes dos, señoritas"…—la sirvienta dejó el trapo a un lado— él ya no permite que nadie más perturbe su paz.
Los ojos de Aiko parpadearon rápido, como si procesara cada palabra con culpa. Melissa cruzó los brazos, pero no por orgullo esta vez… sino para protegerse de la punzada que le había tocado el pecho.
— Ustedes no lo conocen aún…—suspiró la sirvienta— pero él es un jardín cercado por cuchillas. Solo una flor caminaba entre ellas sin miedo… y esa flor ya no está aquí.
Se hizo un silencio denso.
Solo se escuchaba el crujido del piso cuando la sirvienta se alejaba con pasos tranquilos.
Aiko miró a Melissa. Melissa la miró a ella.
Nadie dijo nada.
Porque en el fondo… las dos sabían:
No era solo una promesa lo que las ataba a David. Era una batalla por entrar a un corazón que ya había perdido su única canción.
Y ese tipo de guerra… no se gana con gritos.