David se puso de pie con la misma elegancia fría con la que empuña su katana.El manga en su mano cayó suavemente sobre la mesa.Sus ojos dorados brillaban con cansancio,pero también con algo que nadie pudo descifrar.
—Elizabeth, —dijo sin mirar atrás—acomoda estas cajas en mi estante de mangas…en orden, por favor. Que respiren.No quiero que estén aplastadas como las ilusiones de los que aún creen en el amor eterno.
La sirvienta, una mujer de porte firme y sonrisa educada, asintió con una leve reverencia.
—Por supuesto, joven amo.
Las cajas fueron recogidas con sumo cuidado,como si se tratara de antiguos grimorios,tesoros sellados.
Aiko y Melissa, aún en silencio, lo observaron alejarse.No sabían si sentirse derrotadas o… algo más.Él no las miró.No lo necesitaba.
Con pasos lentos y medidos,David subió las escaleras.La noche le acariciaba la espalda a través de las ventanas abiertas.Una brisa suave coló su silbido entre las sombras de la casa.
—Voy a dormir —murmuró, más para sí que para el mundo.
Y cerró la puerta de su habitación.
Silencio.El universo respiró.David, también.
Y la casa volvió a su equilibrio.Por ahora.