CAPÍTULO 88: Melodías Bajo el Cerezo

El jardín respiraba quietud. Las hojas del cerezo danzaban con el viento como si fueran parte de un viejo ritual secreto. David salió sin decir nada, sus pasos casi no hacían ruido sobre la piedra tibia. Llevaba su ocarina colgada al cuello como si fuera un amuleto de otro mundo.

Se sentó bajo el árbol, donde la sombra era suave como un recuerdo feliz. Cerró los ojos. El primer soplido salió de la ocarina como una brisa melancólica, una nota aguda que flotó por el aire y acarició el alma de la casa.

Desde dentro, Melissa fue la primera en asomar la cabeza. Y Aiko, detrás de ella, curiosa como una gata. Se quedaron en la puerta al principio, observando ese momento extraño donde el chico que siempre leía mangas y los miraba con ojos de hielo… ahora parecía un espíritu del bosque, tocando melodías que venían de otro tiempo.

Y entonces, sin coordinar, sin pensarlo mucho… comenzaron a cantar.

Melissa con una voz firme pero dulce, grave como el murmullo de una montaña.

Aiko con un timbre más claro, como el agua que corre entre piedras.

Sus voces no chocaban, se entrelazaban. Como si fueran dos ríos que terminaban en la misma laguna. La melodía era relajante, como un cuento que se canta antes de dormir, como un poema sin final.

David no se detuvo. Cerró los ojos más fuerte. Y por un instante, no era un heredero, ni un chico perseguido por secretos, ni el prometido de nadie.

Era solo un joven, bajo un cerezo, tocando para que el mundo —por un ratito— se callara y escuchara.

Y el mundo… obedeció.