Elara había pasado la última hora trabajando con determinación silenciosa mientras Maya descansaba. Usando su multi-herramienta y un trozo de metal relativamente recto rescatado de los escombros dentro de la tubería, había logrado improvisar una muleta rudimentaria. Era fea, pesada y poco manejable, pero ofrecería más apoyo a su tobillo lesionado que nada. Cada movimiento al fabricarla había sido una agonía, pero la necesidad era un motor poderoso.
Ahora, el momento había llegado. La luz que se filtraba por la boca de la tubería había pasado de un gris opresivo a un púrpura oscuro y profundo, el crepúsculo característico de las zonas industriales de Aethelgard. Las luces anaranjadas de las refinerías lejanas y el resplandor disperso de las pocas instalaciones aún activas pintaban el cielo bajo con trazos enfermizos. Las sombras se alargaban, volviéndose profundas y densas, ofreciendo una cobertura bienvenida pero ocultando también peligros desconocidos.
"Es hora, Maya", susurró Elara, su voz apenas audible por encima del persistente zumbido ambiental. Ayudó a la niña a ponerse en pie con cuidado, evitando cualquier contacto que pudiera malinterpretarse como excesivo, simplemente ofreciendo una mano firme que Maya tomó con vacilación. "Recuerda, despacio y en silencio. Mantente cerca de mí, pase lo que pase".
Maya asintió, sus ojos grandes y llenos de aprensión. A pesar del miedo, había una determinación recién descubierta en su postura, una resiliencia infantil que Elara encontró a la vez inspiradora y desgarradora.
Juntas, se movieron hacia la boca de la tubería. Elara emergió primero, apoyándose pesadamente en su nueva y tosca muleta de metal. El aire del crepúsculo golpeó su rostro, frío y cargado con el olor penetrante de químicos y la promesa inminente de más lluvia ácida. Barrió metódicamente el entorno inmediato con la mirada. Su Percepción, aunque carente del impulso sobrenatural del Sistema, estaba agudizada por la adrenalina pura y los meses de sobrevivir al límite. El área frente a ellas era un páramo desolado de hormigón roto, metal retorcido y montones de escombros irreconocibles. No vio movimiento. Ninguna señal de vida, ni hostil ni de otro tipo. Solo la quietud ominosa de la decadencia industrial.
Hizo un gesto a Maya. La niña dudó un instante en la oscura boca de la tubería, una pequeña figura recortada contra la negrura, antes de salir rápidamente, moviéndose con sorprendente agilidad para permanecer cerca de Elara, utilizando instintivamente el lado de Elara como un escudo móvil contra el vasto y amenazador espacio abierto.
Los primeros pasos fuera de la relativa seguridad de la tubería fueron los más difíciles. Elara sintió inmediatamente el peso de la exposición. Se sentían observadas, vulnerables. La muleta improvisada se hundía ligeramente en el suelo blando y cubierto de detritus, y cada paso enviaba ondas de dolor punzante desde su tobillo hasta la cadera. Apretaba los dientes para no gritar, concentrándose en poner un pie (y la muleta) delante del otro.
Maya caminaba a su lado, tensa y en silencio, sus pequeñas botas haciendo un ruido mínimo sobre los escombros. Su cabeza giraba constantemente, sus ojos muy abiertos absorbiendo el paisaje desolado y aterrador. Elara podía sentir el miedo que emanaba de ella, pero la niña no lloriqueaba ni se quejaba; simplemente avanzaba, imitando la cautela de Elara.
Elara eligió una ruta que serpenteaba entre enormes bloques de maquinaria oxidada y los restos derrumbados de lo que alguna vez debió ser un almacén o una fábrica. Intentaba mantenerlos en las sombras más profundas siempre que era posible, sacrificando la velocidad por la cobertura. El objetivo lejano, el Puesto Kilo mencionado en el diario de su padre, era una esperanza abstracta; el objetivo inmediato era simplemente sobrevivir a los próximos cien metros.
Cada sonido era amplificado por la tensión: el silbido del viento a través de estructuras metálicas huecas, el goteo de algún líquido desconocido de una tubería rota en lo alto, el crujido ocasional de sus propios pasos sobre grava suelta. Y bajo todo ello, el zumbido. Aquí fuera, al aire libre, parecía diferente. Menos una vibración transmitida por el suelo y más un sonido direccional, aunque seguía siendo bajo y difícil de localizar. Parecía venir del este, la dirección general hacia la que se dirigían, hacia las ruinas más densas y, presumiblemente, hacia la ubicación potencial del Puesto Kilo. ¿Era una señal? ¿Una advertencia?
"¿Oyes eso?", susurró Maya de repente, deteniéndose y agarrando el borde de la chaqueta de Elara. Su rostro estaba pálido.
Elara se detuvo también, aguzando el oído. Oyó el zumbido, el viento... y algo más. Un ruido metálico, rítmico. Un clank... clank... clank que se acercaba lentamente desde un callejón lateral entre dos edificios en ruinas. No eran pasos humanos. Sonaba mecánico. Pesado.
"Escóndete. ¡Ahora!", siseó Elara, empujando suavemente a Maya hacia la profunda sombra proyectada por una enorme turbina volcada. Ella misma se dejó caer detrás de la cobertura metálica, ignorando el dolor agudo en su tobillo, y asomó con cautela por el borde.
El sonido se hizo más fuerte. Y entonces, la fuente apareció en la tenue luz púrpura. No era Grado Cero. No era humano. Era un robot de mantenimiento o de carga, antiguo y decrépito, de diseño claramente aethelgardiano –robusto, funcional, construido para resistir la alta gravedad. Medía casi dos metros de altura, con múltiples brazos articulados terminados en pinzas o herramientas oxidadas, y se movía sobre una serie de patas mecánicas que producían el sonido metálico al golpear el hormigón. Su chasis estaba abollado y cubierto de óxido y mugre, y una única luz roja parpadeaba erráticamente en lo que podría considerarse su "cabeza". Parecía estar siguiendo una ruta programada, ajeno a su presencia, dirigiéndose lentamente hacia el este.
Elara contuvo la respiración mientras la máquina pasaba pesadamente a solo unos metros de su escondite. El robot no mostró signos de detectarlas, su sensor óptico rojo barriendo el camino frente a él con indiferencia mecánica. Continuó su camino y desapareció detrás de otra pila de escombros, el sonido de sus pasos metálicos alejándose gradualmente.
Elara esperó un minuto entero en silencio antes de moverse. Soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo. "Solo una máquina vieja", susurró a Maya, aunque su propio corazón aún latía con fuerza. "¿Estás bien?"
Maya asintió, aunque seguía temblando ligeramente. La visión del robot, aunque no hostil, había sido claramente aterradora.
El breve encuentro fue un recordatorio brutal de los peligros inesperados de este lugar. No solo GC las amenazaba. Este era un entorno hostil por derecho propio, lleno de restos impredecibles de una era industrial pasada.
Mientras se preparaban para continuar, la interfaz del Sistema de Elara parpadeó de nuevo, mostrando un ligero cambio.
[SISTEMA: Diagnóstico… 10% completado. Fluctuaciones ambientales de EM detectadas (Fuente: Desconocida, baja intensidad). Estabilidad del núcleo: Crítica.]
Un miserable uno por ciento de progreso. Y una nueva advertencia sobre fluctuaciones electromagnéticas. ¿Causadas por el robot? ¿O por algo más en esta zona? Era imposible saberlo. La impotencia tecnológica era casi tan opresiva como la amenaza física.
"Vamos", dijo Elara, poniéndose en pie con ayuda de su muleta. "Tenemos que seguir moviéndonos mientras haya sombra".
Reanudaron su lento y doloroso avance hacia el este, hacia el zumbido persistente y la esperanza incierta del Puesto Kilo. El vasto y silencioso páramo industrial se extendía ante ellas, un paisaje de óxido y sombras que prometía más peligros desconocidos. Cada paso era una victoria ganada con esfuerzo, cada metro cubierto un desafío a las probabilidades abrumadoras que enfrentaban.